Decir que la infancia en Chile está en crisis es, a estas alturas, un lugar común. Lógicamente, lo primero que se viene a la cabeza a la hora de conceptualizar esta crisis es la realidad que se vive en el Sename. Sin embargo, ante evidencias tan dramáticas como la muerte de niños bajo el sistema de protección, a veces olvidamos que el objetivo de la política pública no debe –ni puede– ser, meramente que no se mueran niños. Eso es lo mínimo, lo básico, lo que ni siquiera debería conversarse.
El objetivo de los programas residenciales debe tener otro norte: que los niños se reinserten en la sociedad, que puedan volver a sus familias, que estudien y luego trabajen en forma normal, rompiendo de esta manera el círculo de marginalidad. Dicho de otro modo: que puedan formar una familia en la que sus hijos no lleguen al Sename, sobre todo en las circunstancias actuales, en donde esta institución, en vez de sacar a los niños de la vulnerabilidad, los sepulta en ella.
Ahora bien, los desafíos que nos presenta la crisis de la infancia son mucho más complejos que lo descrito. En efecto, una política pública cuyo foco sean los niños no puede reducirse a mejorar las condiciones materiales de las residencias. Esto debido a que la institucionalización de un niño es, en sí misma, un fracaso tanto social como familiar que debe ser, en la medida de lo posible, evitado. Por ende, lo que tenemos que preguntarnos –para poder diseñar las políticas públicas adecuadas– es por qué los niños están llegando ahí.
¿Cuáles son las causas? ¿En qué estamos fallando como sociedad para que hoy haya más de nueve mil niños a cargo del Sename y sus organismos, ya sea por una medida de protección o responsabilidad penal adolescente? Antes de que un niño sea separado de su familia se esconde una vivencia que no ha salido a la luz pública, pero que se relaciona directamente con la crisis de la infancia: las condiciones dramáticas en que viven miles de familias (ambientes consumidos por la delincuencia, violencia intrafamiliar, drogadicción, alcoholismo, narcotráfico, barras bravas, etc.), lo que configura ambientes de vulnerabilidad que las exponen a inminentes rupturas familiares.
Un adecuado e integral diagnóstico sobre la crisis de la infancia debe llevarnos a desarrollar, a grandes rasgos, dos líneas de trabajo. La primera es superar la situación de vulnerabilidad en que hoy viven miles de niños, cuyos derechos no han dejado de ser vulnerados una vez que han sido institucionalizados. Este es un trabajo urgente que requiere de un compromiso serio de gestión y presupuesto.
Sin embargo, a la vez que se enfrenta esta realidad, se debe configurar una segunda línea de trabajo que sea eminentemente preventiva. En pocas palabras, el Estado, cumpliendo una labor subsidiaria y solidaria, tiene la obligación de contribuir a generar las condiciones sociales para que las familias puedan cumplir exitosamente la tarea de cuidar a sus hijos. Esto implica, necesariamente, prevenir todo foco de conflicto, para lo cual hay que promover el fortalecimiento de la relación filial a través de la difusión de los derechos de los padres a educar a sus hijos.
Todo lo anterior requiere modificar la aproximación que el Estado ha tenido hasta ahora en materia de infancia. En síntesis, el giro consiste en poner mayor atención en el derecho del niño a vivir en familia, entendiendo que esto es lo mejor para él. A su vez, es imprescindible que exista un sistema cuyas áreas de prevención-protección-restitución estén coordinadas, articuladas y comunicadas, entre ellas y con la ciudadanía.
Carol Bown Sepúlveda y Cristóbal Aguilera Medina, abogados
FOTO: MARIO DAVILA/AGENCIAUNO