¿Cómo es posible que en un tema tan sensible como la objeción de conciencia institucional el gobierno haya pasado del cero al infinito en cuestión de un par de meses? La única respuesta posible es que la proverbial debilidad doctrinaria de la derecha, unida al ímpetu de los vientos políticos, ha hecho girar la veleta, provocando que el mismo gobierno que ayer defendía una postura a través de un fallido protocolo ahora presente un reglamento que postula exactamente lo contrario.

El gobierno pudo haber defendido sus prerrogativas y sus —supuestas— convicciones frente a un dictamen de la Contraloría que excede las facultades administrativas de este organismo. Prestigiosos constitucionalistas han afirmado que la Contraloría actuó dentro de sus atribuciones al exigir que el tema fuera regulado a través de un reglamento —y no de un protocolo, como pretendieron las administraciones Piñera y Bachelet—, pero también han cuestionado que haya ido más allá al aventurarse en el terreno de la disquisición política, lo cual se encuentra lejos de su ámbito de acción y la convierte en una “tercera cámara”.

El gobierno pasa por encima de la objeción de conciencia de las personas jurídicas al sostener que las instituciones de salud privadas que tengan convenios con el Ministerio de Salud para la atención gineco-obstétrica de pacientes no podrán invocarlos y, si lo hacen, deberán renunciar a dichos convenios.

Sin embargo, en lugar de poner en duda lo obrado por la Contraloría y enfrentar lo que parece un evidente exceso, el gobierno optó por darse una vuelta de carnero: ayer defendía el derecho de las instituciones a ejercer la objeción de conciencia frente a la ley de aborto, una garantía reconocida por la ley de aborto y avalada explícitamente por el Tribunal Constitucional; hoy, en cambio, ha girado en 180 grados y se alinea con la posición contraria. Así, sin decir agua va, el gobierno pasa por encima de la objeción de conciencia de las personas jurídicas al sostener que las instituciones de salud privadas que tengan convenios con el Ministerio de Salud para la atención gineco-obstétrica de pacientes no podrán invocarlos y, si lo hacen, deberán renunciar a dichos convenios.

El criterio a través del cual el gobierno ha tornado irrelevante la objeción de conciencia en el ámbito de la salud puede aplicarse también sin dificultades a otras áreas, como la educación.

Además del serio resultado práctico, que amenaza con dejar a muchas mujeres sin atención médica oportuna, hay aquí en juego cuestiones de fondo que La Moneda no puede haber dejado de tomar en cuenta y que tienen que ver con la manera como se entiende lo público. El reglamento del gobierno tiende a igualar lo público con lo estatal, haciendo suya una antigua aspiración de sectores progresistas e ignorando la indesmentible provisión de bienes públicos por parte de la sociedad civil, que queda en evidencia, por ejemplo, con la labor de clínicas y hospitales privados. Además, el criterio a través del cual el gobierno ha tornado irrelevante la objeción de conciencia en el ámbito de la salud puede aplicarse también sin dificultades a otras áreas, como la educación. Esta falta de atención también resulta inexplicable, pues Chile Vamos fue un férreo opositor de una interpretación como la que hoy promueve mientras se registró la discusión de la reforma educacional en colegios y universidades durante la administración anterior.

Dice mucho acerca de la importancia que otorga a la defensa de sus convicciones que La Moneda ni siquiera se haya tomado la molestia de desafiar los muy discutibles argumentos de la Contraloría y haya cedido ante ellos como si hubiera descubierto una verdad antes oculta a sus ojos. Al parecer, bastaron una interpelación y una fracasada acusación constitucional contra el ministro de Salud para que el Ejecutivo abrazara una causa completamente opuesta a la que inicialmente postuló. Sólo un audaz imprudente podría señalar que tamaña contradicción es un ejercicio de pragmatismo realista, porque una cosa es optar por el mal menor y verse obligado a jugar de visita en la cancha de los adversarios políticos, pero otra muy distinta es renunciar al instrumental institucional disponible para el Ejecutivo y dejar que actúe como árbitro en su lugar un organismo que en este caso se ha sentido con derecho a interpretar la ley de acuerdo a la sensibilidad progresista, excediendo sus atribuciones.

Al mostrar una incoherencia severa en un asunto tan sensible, las actuales autoridades dejan muy en claro que la única certeza esperable de ellas en estos temas es que la veleta con la que gobiernan terminará apuntando siempre hacia la dirección en que corren los vientos, aunque ello signifique pasar del cero al infinito en cuestión de días.

Juan Ignacio Brito, periodista

 

FOTO: HANS SCOTT / AGENCIAUNO