Hasta hace poco nos sentíamos tan orgullosos de nuestro Metro de Santiago. Transporte rápido y seguro, con alto estándar en todo sentido: limpieza, silencio, respeto. Los pasajeros que iban sumándose, en la medida que se extendía la red, mejoraban su calidad de vida, no solo por la conexión más expedita con el resto de la ciudad, también (quizás sobre todo) por el acceso a un espacio público digno, que simbolizaba el progreso de Chile.

Lamentablemente, desde hace un tiempo la decadencia del Metro es progresiva. Recuerdo mi sorpresa mayúscula cuando vi al primer cantante al interior de un carro, a mediados de 2016, e ingenuamente pensé que se había escapado al control habitual. A partir de ese primer shock, se multiplicaron los artistas; se sumaron bailarines de ritmos y nacionalidades varias, con sus respectivos acoplado y micrófono; predicadores religiosos; representantes de dudosas organizaciones. que piden plata en un tarrito después de contar un cuento; y vendedores de lo que a usted se le ocurra. Esta semana vi a uno que transportaba botellas de agua en una maleta con ruedas, de vagón en vagón, gritando y empujando a toda la línea de pasajeros, que apenas podían mantenerse estables tomados de la barra.

Hay que tener presente que, como resultado de la implementación de Transantiago, ya se consagró la primera etapa de decadencia y el Metro de Santiago alcanzó a fines del año pasado una de las más altas densidades en el mundo: seis pasajeros por metro cuadrado, el doble del nivel considerado óptimo. Entonces, además del ruido insoportable y de todo lo que se cría alrededor de la venta ambulante y de los espectáculos callejeros, se les quita un espacio valioso a los pasajeros, que están pagando por el medio de transporte público más caro.

Desconozco cuál es la política de la administración del Metro y las instrucciones que han dado a los guardias. Uno podría imaginar que, con el mismo criterio que se toman otras decisiones, el Gobierno está dando manga ancha a la venta ambulante al interior de los trenes para amortiguar la cesantía. Lo cierto es que nunca veo controladores en los andenes, mucho menos al interior de los carros. Buscando información para esta columna, me encontré con relatos denigrantes en la prensa: vendedores que suelen pelearse a puñetes el espacio en un vagón, guardias agredidos cuando intentan impedirles el ingreso, asaltos con arma blanca, etc.

Todas las experiencias de ciudades que están libres (o se han recuperado) de la decadencia, la violencia, la delincuencia y la suciedad nos muestran autoridades firmes para hacer cumplir las normas y un especial rigor en el cuidado de los espacios públicos. Tengo la impresión que en el Metro de Santiago el proceso está desarrollándose exactamente a la inversa: partieron unos pocos, los dejaron hacer, y siguieron los demás, con un deterioro importante en la calidad de vida de dos millones de personas que usan ese medio a diario y destinan las horas que transcurren en su interior a leer, estudiar, pensar, oír música o noticias desde sus celulares, rezar o, simplemente, a mirar a su alrededor.

Muchos de ellos soportan hoy la matraca musical o el grito del ambulante, un sonido que, además de molesto, está permanentemente recordándoles que esa dignidad de la que alguna vez disfrutaron a bordo del Metro está quedando en el pasado.

 

Isabel Plá, Fundación Avanza Chile

@isabelpla

 

 

FOTO: FRANCISCO LONGA/AGENCIAUNO

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