¿Cómo fue que la Iglesia Católica Chilena pasó de ser una de las instituciones más respetadas e influyentes de nuestra sociedad, garante de los derechos humanos en la década de los 70 y 80, respetada por “moros y cristianos”, a convertirse en uno de los íconos a nivel mundial del abuso sexual y de conciencia por parte de sacerdotes? La carta enviada por el Papa Francisco el pasado 31 de mayo al “Pueblo de Dios” es hasta ahora el mejor indicio para encontrar las respuestas a esta crisis y sus posibles salidas desde lo que tanta falta le hace a la Iglesia reflexionar y debatir: la gobernanza.

Resulta imposible hablar de hechos aislados o negar una crisis institucional cuando son múltiples las denuncias de abusos y, peor aún, de encubrimiento de dichos excesos. Los escándalos conocidos en Chile, como los de antes en Irlanda, Australia, la Iglesia de Boston o el clero alemán, todos los casos tienen el mismo patrón: no se trata de un sacerdote o diácono actuando solo, cual “oveja descarriada”, sino que son parte de una suerte de cofradía que encubre a sus miembros y maneja códigos compartidos para expandirse.

Pareciera que algunas lógicas eclesiásticas han sido tierra fértil para que la perversidad expanda soterradamente sus garras. Una lectura reciente a Susan Long (2008) arroja luces interesantes desde el sicoanálisis, que parecen válidas para entender la institucionalidad que se crea detrás de los abusos. En su enfoque sistémico, la autora dice que existen dinámicas perversas en las organizaciones que pueden llevar a comportamientos corruptos de los individuos, asociados a ciertos rasgos destructivos -pecados mortales en lógica religiosa-, que terminan por convertirse en el carácter de la institución. La experta define la perversión como la suma de posiciones persistentes que van en contra de la evidencia y caen en una negación de la realidad, generando dinámicas corruptas, depredadoras, que provocan una confusión entre las actitudes personales de quienes emprenden estos actos y la institución misma.

¡Cuánto de esto hemos visto en los escándalos de la Iglesia chilena y cuánto se pudo haber evitado si los sistemas de alerta temprana hubieran funcionado!

Long propone cinco grandes indicadores de perversidad: un enfoque narcisista en el placer individual que niega la existencia o los derechos de otros dentro de la organización; reconocer y negar la realidad, simultáneamente; reclutar cómplices pasivos para perpetrar acciones perversas; Dominio de relaciones instrumentales; y círculos viciosos que llevan a una mayor corrupción gracias a la acción de cómplices silenciosos sometidos bajo el autoengaño. ¡Cuánto de esto hemos visto en los escándalos de la Iglesia chilena y cuánto se pudo haber evitado si los sistemas de alerta temprana hubieran funcionado!

Pero, en medio de todo esto, lo de Francisco es esperanzador, porque desde que se produce el punto de inflexión y se reúne con las víctimas, ahora da un paso fundamental con la carta donde conmina derechamente a los laicos a ser parte activa de la Iglesia y a impulsar el cuestionamiento: «La renovación en la jerarquía eclesial por sí misma no genera la transformación a la que el Espíritu Santo nos impulsa. Se nos exige promover conjuntamente una transformación eclesial que nos involucre a todos». En la misma carta vuelve a hacer referencia a su encuentro con los jóvenes en Maipú y pide mayoría de edad a los laicos para que “tengan el coraje de decirnos ‘esto me gusta’, ‘este camino me parece que es el que hay que hacer’, ‘esto no va’; que nos digan lo que sienten y piensan”.

Para que la Iglesia vuelva a tener un gobierno corporativo que la resitúe como una institución fundamental en la sociedad moderna, requerirá, junto con esos altos grados de honestidad intelectual y convicción pastoral que leemos en la carta papal, mucha disciplina.

Bergoglio da un gran paso, al menos en el papel o desde la intención, y con valiente disrupción de los preceptos tradicionales, con conceptos que hablan del coraje necesario para asumir lo que se viene. Pero para que la Iglesia vuelva a tener un gobierno corporativo que la resitúe como una institución fundamental en la sociedad moderna, requerirá, junto con esos altos grados de honestidad intelectual y convicción pastoral que leemos en la carta papal, mucha disciplina.

Lo primero será ir directo al corazón de los paradigmas que la han sostenido los últimos 100 años. La tradición – esto es así porque siempre ha sido así y así seguirá siendo por los siglos de los siglos-; la objetividad, esa “verdad” incuestionable basada en el conocimiento superior e incuestionable de la jerarquía eclesiástica; la retórica – el discurso superior envuelto en florituras y doctrinas impenetrables para los laicos-; la autoridad como principio de infalibilidad y obediencia ciega; y la identidad anclada en la auto-referencia de un sistema cerrado en sí mismo de una institución “total” que captura todos las facetas de un ser humano, la simplicidad que fulmina cualquier disentimiento o cuestionamiento con un tratamiento que infantiliza a los adultos respondiendo sus preguntas con respuestas apropiadas para los niños.

Todo lo que se haga de aquí en adelante tendrá que incorporar precisamente el pensamiento crítico, la capacidad de cuestionarse y abrirse a un nuevo tiempo donde, apelando a la fe de los creyentes y enriqueciendo la Iglesia con la diversidad y la voz que aporten los laicos y las postergadas mujeres al interior del clero, aparece como el único camino posible y, por cierto, el más sano.

Parecieran soplar nuevos vientos, pero aún queda la incertidumbre sobre la capacidad que tendrá el Papa de pasar del discurso y de la negligencia de sus representantes a una governance que se base en direcciones y hechos concretos que desarticulen todo vestigio de lógicas perversas y de agencia personal e interesada para que la institución encargada de salvar a la humanidad, logre salvarse a sí misma.

Gonzalo Jiménez, Doctor in Governance University of Liverpool, presidente de Proteus Management

 

FOTO:YVO SALINAS/AGENCIAUNO