La reciente aprobación del proyecto que despenaliza el aborto en tres causales y el fallo del Tribunal Constitucional a favor de la objeción de conciencia institucional encendieron el debate público en torno al rol que tienen las instituciones en la provisión de determinados bienes y servicios en la sociedad. El gobierno buscaba limitar la objeción de conciencia solamente a las personas naturales, mientras que la oposición logró extenderla a las instituciones. Más allá del debate sobre el aborto, lo que se discute es si las instituciones no gubernamentales están facultadas o no para abstenerse a realizar prácticas que el Estado permite, pero que contradicen sus principios morales o religiosos.
El principal argumento esgrimido en contra de la objeción de conciencia institucional es que las instituciones no están dotadas de conciencia y, por lo tanto, no les son atribuibles facultades que son propias del hombre. Si bien esto parece ser en apariencia correcto, es insuficiente, toda vez que la discusión es más bien política y debe considerar entonces la dimensión socio-política en la que se sitúan las instituciones. Por esto la discusión es, en rigor, acerca de si la sociedad civil tiene la facultad de proveer y promover aquello que el Estado no valora.
Hannah Arendt entendía que el totalitarismo no se expresaba sólo por medio de una cierta opresión política, sino que era una forma de limitación de la conciencia humana. Y las organizaciones de la sociedad civil son una expresión de la conciencia de los individuos que la componen y que se organizan libremente para proveer aquello que la frivolidad del Estado, como el utilitarismo del mercado, no son capaces de ofrecer. En consecuencia, negar la objeción de conciencia a las instituciones significa negar la diversidad; significa inhibir la posibilidad de las personas de escoger y juzgar lo que ellas consideran valioso; significa entregarle al Estado el juicio sobre la vida socialmente buena; significa, entonces, iniciar un camino totalitario del que ni siquiera somos capaces de darnos cuenta.
En el mundo moderno y desarrollado, la provisión de bienes y servicios en la sociedad es dada por una variedad de instituciones, algunas públicas y otras privadas, empresas con o sin fines de lucro, y un sinfín de organizaciones que, desde un punto de vista sistémico, ofrecen ante todo diversidad. Así, la libertad individual se puede ejercer en variadas esferas de la vida social, desde la comida que se desea a la hora de almuerzo, la religión que se quiere profesar y la educación que la familia busca para sus hijos, hasta, por supuesto, el tipo de salud al que las personas se quieren someter. La sociedad civil, en particular, ha jugado un rol fundamental en las sociedades desarrolladas complementando a los gobiernos en la provisión de bienes y servicios públicos, vitalizando a las sociedades de innovación en el desarrollo de soluciones a los problemas sociales y entregando alternativas a la ciudadanía.
En el contexto de una democracia representativa, el Estado cumple un rol fundamental en la vida de los individuos y en el desarrollo social. La representatividad, sin embargo, es un medio ―muy necesario―, no un fin. El fin último del Estado es el de servir, es decir, el de mejorar el bienestar objetivo de sus ciudadanos. Y la prohibición de la objeción de conciencia institucional invierte esta relación: si se subordina al resto de la sociedad para realizar lo que el Estado considera como bueno, la representatividad del Estado se transforma en un fin en sí misma, los servicios públicos, ya sean estatales o no, se convierten en medios para su realización y el bienestar de la sociedad, por su parte, no pasa a ser otra cosa que una excusa para ello.
Andrés Berg, investigador de Fundación P!ensa
FOTO: FRANCISCO FLORES SEGUEL/AGENCIAUNO