Cuando estudiaba ingeniería, me enseñaron a representar la realidad mediante modelos que la simplificaban. Esto, porque incluso la realidad de las ciencias naturales (la física o la química) es muy compleja. Limpiábamos las realidad de sus complejidades para poder trabajar tranquilos, intentando recurrir a “supuestos” que no afectaran en demasía las predicciones. “Suponga que no hay roce”, “suponga que la reacción es completa”, “suponga temperatura uniforme”… y los cálculos se simplificaban de sobremanera.

Un chiste de ingenieros químicos contaba que un día, un apostador le preguntó a un ingeniero si podía predecir qué caballo ganaría la siguiente carrera. “Por supuesto”, le dijo el colega. Luego comenzó a explicar su modelo predictivo: “Suponga caballo esférico…”. La idea es que a esas alturas del chiste todos (los nerds) nos estábamos riendo. Porque es obvio que un modelo con caballos esféricos puede servir para estimar algunas cosas aproximadas, pero no nos hará ricos en el hipódromo.

El problema surge cuando los ingenieros y los economistas nos enamoramos de nuestros modelos, especialmente aquellos que intentan comprender las dinámicas sociales. Cuando eso ocurre, se nos olvidan los límites de nuestras propias construcciones teóricas. Se no olvida que hasta hoy no existe un solo modelo en ciencias sociales que no esté basado en supuestos altamente simplificadores de la realidad, lo que los transforma en artefactos de utilidad limitada. Eso no significa en ningún modo que sean inútiles, pero cada modelo sirve para algunas cosas y ninguno sirve para todo. Cuando se nos olvidan esos límites podemos cometer errores garrafales, como el del ingeniero que diseñó un sistema de transporte coordinado “infalible” (suponga volumen del bus = 0), para tropezarse con una realidad en que sus buses (oruga) no eran capaces de doblar las esquinas.

Cuando nos olvidamos de los límites de los modelos con los que trabajamos, los técnicos nos transformamos en personas peligrosas. La situación empeora todavía más cuando los modelos los empiezan a ocupar personas que no son técnicos, personas que no los comprenden ni menos se imaginan cuan limitado es su poder. Cuando la omnipotencia contagia al técnico, o cuando el modelo cae en manos del ignorante, comienza la secuencia inevitable de errores, errores que pagamos todos los ciudadanos de a pie que convivimos, día a día, con algunas políticas diseñadas en base a sugerencias de expertos obnubilados por modelos incompletos.

Eso no significa que haya que descartar al conocimiento técnico como insumo fundamental para hacer buena política pública. Pero un verdadero técnico está consciente de las limitaciones de sus modelos, los revisa todo el tiempo y los confronta con la realidad. Y cuando la realidad y el modelo riñen, el verdadero técnico es capaz de descartar el modelo, pues reconoce que la realidad es lo que prima.

Todos estos temas están desarrollados in extenso en un nuevo libro que lanzaron recientemente Louis de Grange y Rodrigo Troncoso. Ojalá sean muchos los que lean AntiPredicciones, técnicos, políticos y ciudadanos comunes interesados en comprender un poco más por qué hacer ciencias sociales es tan difícil. Sólo cuando comprendemos bien la realidad (y sus complejidades) podemos tomar buenas decisiones de política pública, decisiones que transformarán nuestro mundo en uno mejor. El libro escrito por de Grange y Troncoso apunta en esa dirección.

 

Francisca Dussaillant, directora del Centro de Políticas Públicas Universidad del Desarrollo

 

 

Deja un comentario