Hace años, en 1999 para ser exactos, le escuché decir a un amigo que en las elecciones presidenciales de ese año votaría por Gladys Marín, basado en dos poderosos argumentos: que era su candidata preferida y que no tenía ninguna chance de salir electa. De hecho, le pregunté qué pasaría si Marín estuviera liderando en las encuestas, y me dijo: “No, en ese caso votaría por Lagos”.

Esta anécdota, que a simple vista parece una paradoja, nos permite advertir un rasgo muy interesante del comportamiento electoral. En ciertos círculos existe una fascinación con apoyar a un candidato con cierta irresponsabilidad: porque sus ideas son cool, porque tiene “las patas para decir lo que otros no se atreven”, o simplemente porque es un outsider que se ha opuesto al mainstream estructural que nos gobierna, al menos culturalmente, pero siempre a sabiendas de que no tiene chance alguna de ganar las elecciones. Este tipo de acciones equivale a “darse un gustito”, lo que tiene más que ver con defender una identidad que con elegir a quien deberá tomar las decisiones más importantes en un país.

Este tipo de conductas tiene que ver con la llamada “narrativa participativa”, que básicamente es definida como la experiencia que va construyendo un sujeto de la realidad social, tal como si estuviera dentro de una historia. Quien ha estudiado este tema a fondo es la directora de la Escuela de Literatura, Comunicación y Cultura del Georgia Institute of Technology, Janet Murray. Según explica Murray, muchas veces actuamos como si estuviéramos en un “juego de rol”: pensamos, opinamos y actuamos como si se tratase de un juego, es decir, un escenario artificial, que logramos separar mentalmente de nuestro escenario real. El problema es, advierte, que las fronteras entre el mundo auténtico y el mundo creado se vuelven, a veces, irremediablemente difusas. Tal como un jugador de World of Warcraft o un participante de un torneo de Paintball corporativo, la frontera entre el sujeto y el personaje se va haciendo cada vez más tenue, al punto de que uno “juega” también con su propia realidad: se hacen alianzas con los amigos, se respeta (o se ataca) al jefe, etc.

Esta fisura entre mundos puede ser llevada al plano electoral: cuando apoyamos candidaturas que no tienen ninguna posibilidad de éxito, nuestro cerebro construye un mundo de ficción en el que estamos, de alguna manera, “a salvo”. Podemos así otorgarnos ciertas licencias, como defender a candidatos transgresores o iconoclastas, o que plantean soluciones absolutamente insólitas, porque sabemos que sus posibilidades de ganar son nulas. Como mi amigo con Gladys Marín.

El conflicto llega, como explicaba Murray, cuando ambos mundos colisionan, es decir, cuando el juego se hace verdadero. Es lo que sucede cuando dichas posiciones transgresoras o iconoclastas se transforman en visiones populares y comienzan a ganar adeptos, sin por ello convertirse en ideas certeras. En ese momento se nos olvida que forman parte de esa narrativa participativa y las tomamos como propuestas plausibles, aunque no tengan ni el más mínimo sustento técnico. ¿Qué pasaría si se instalara la idea de que un tren rápido entre Arica y Puerto Montt es factible social y económicamente? ¿O que las platas de la AFP podrían ser expropiadas a sus dueños para pagar investigaciones científicas?

Ideas populistas como éstas abundan en el terreno de la ficción electoral y, desde luego, pueden contaminar el terreno del mundo real. Pero para entonces, si no se han tomado las debidas precauciones, puede que sea muy tarde. Por eso es clave dinamitar el camino al populismo apenas se empieza a asomar, pues ideas que a simple vista nos parecen descabelladas pueden esparcirse a una velocidad insospechada. ¿O a alguien se le olvidó que, en algún momento, el lucro era apenas la ganancia obtenida por una inversión realizada?

 

Roberto Munita, abogado, magister en Sociología y en Gestión Política, George Washington University

 

 

FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO

 

Deja un comentario

Cancelar la respuesta