Considerando el histórico acuerdo político sobre cómo avanzar hacia una nueva constitución, vale la pena pronunciarse sobre el tipo de carta fundamental que Chile necesita. Tal como se ha señalado recientemente en diversas columnas, las constituciones hacen fundamentalmente dos cosas. Primero, las constituciones establecen la organización básica de los estados. Es decir, una constitución define cómo se distribuye el poder político al interior de una sociedad. Segundo, las constituciones colocan límites al poder estatal por medio del reconocimiento de ciertos derechos fundamentales a las personas; derechos que no pueden ser vulnerados ni aún a pretexto de que ello beneficie a la mayoría.

Las constituciones establecen las fronteras, “líneas rojas”, o “cotos vedados” de la democracia. Las constituciones determinan los asuntos acerca de los cuales la mayoría simplemente no puede disponer. Es por esto que, en muchos países, los ciudadanos pueden llevar al Estado a tribunales si consideran que éste vulnera sus derechos. De hecho, por medio de los tribunales constitucionales, los ciudadanos pueden pedir que se invalide una ley aprobada en forma mayoritaria por un parlamento democráticamente electo; y los ciudadanos gozan de este derecho independientemente del apoyo popular que reciba esta ley. De todo lo anterior se sigue que, mientras más larga, detallada, e ideológicamente cargada sea una constitución, mayores son los límites a la democracia. Para decirlo de otra manera, mientras más larga, detallada, e ideológicamente cargada sea una constitución, más poder tienen los jueces y menos poder tienen las autoridades electas por el pueblo; mientras más temas sean regulados en una constitución, menos temas le caben a la ley.

Una constitución puede ganarse el reconocimiento de un pueblo no sólo por lo que dice, sino también por lo que no dice.

Siendo así las cosas, el principal problema de la Constitución chilena no es tanto su ilegitimidad de origen, sino más bien el hecho de que se trata de una constitución larga, detallada, e ideológicamente espesa. En una sociedad moderna y plural como la chilena, en la que no todos tenemos (y probablemente no vamos a tener) las mismas convicciones acerca de lo bueno y de lo justo, Chile necesita una constitución mínima, no una constitución máxima. Lo que Chile precisa es que muchos de los asuntos que actualmente se tratan a nivel constitucional pasen a ser regulados exclusivamente por ley. En suma, a la hora de elaborar nuestra nueva constitución, nuestros mantras deberían ser los mismos de gente como Steve Jobs y Ludwig Mies Van der Rohe. Es decir, “la simplicidad es la máxima sofisticación”, y “menos es más”. En términos arquitectónicos, nuestra nueva constitución no debe ser el equivalente a una catedral barroca, sino más bien el equivalente a un templo budista zen.

Una constitución puede ganarse el reconocimiento de un pueblo no sólo por lo que dice, sino también por lo que no dice. Una constitución mínima, parca en sus aspiraciones, escueta en sus frases, frugal en sus declaraciones valóricas, reticente a imponer un determinado “modelo” de economía y sociedad, y derechamente aburrida de leer (tal como, por ejemplo, lo era la Constitución de 1925), puede ganarse la adhesión de la ciudadanía simplemente porque le abre espacio a la política para cumplir su rol irrenunciable y fundamental: definir hacia donde debemos dirigirnos como sociedad, y establecer los instrumentos para movernos hacia tal dirección. En definitiva, una constitución mínima maximiza la democracia. Una constitución mínima permite que todos nosotros (de derecha y de izquierda; conservadores, liberales y socialistas; agnósticos, ateos y creyentes; personas de género binario y no binario, etc.) podamos convertir nuestras preferencias políticas en ley, siempre y cuando contemos con el apoyo mayoritario de nuestros compatriotas, expresado mediante el voto.

Para empezar, una constitución mínima implica no colocar en el nuevo texto constitucional muchas de las declaraciones de principios establecidas en la actual constitución, especialmente en sus artículos 1º y 19º. Definiciones sobre si la familia tradicional efectivamente es el núcleo fundamental de la sociedad; sobre si el sistema económico a regir en Chile es el libre mercado a ultranza, o algún tipo de Estado de bienestar; o sobre si el Estado debe actuar en forma subsidiaria o no en la prosecución del bien común, deberían jugarse donde corresponde: en la cancha de la democracia. Yo estoy a favor de la edición genética como forma de realizar el derecho a la salud; del llamado “ingreso básico universal” (vale decir, que el Estado entregue plata sin condiciones a los ciudadanos) como forma de realizar derechos sociales; y de los impuestos progresivos al consumo como forma de financiar tales derechos. No obstante, considerando que vivo con gente que no está (y probablemente no va a estar) de acuerdo con estos planteamientos, derechamente sería hacer trampa tratar de consagrar estas ideas como principios en un nuevo texto constitucional. Tal como dijo Lucas Sierra en una entrevista, la constitución debe ser sobre todo procedimental. La constitución debe limitarse a definir qué constituye gol, pero en ningún caso arreglar el resultado de antemano.

El hecho de que un acuerdo no deje completamente satisfecho a nadie es muchas veces evidencia de que tal acuerdo es justo.

Segundo, una constitución mínima implica no regular a nivel constitucional instituciones que escapen a la tradicional tríada de poderes, esto es, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, o instituciones que no tengan por objeto controlar a sus pares. Por tanto, una constitución mínima conlleva excluir del texto constitucional a instituciones como el Consejo Nacional de Televisión, el Ministerio Público, las Fuerzas Armadas y de Orden, el Consejo de Seguridad Nacional y el Banco Central. Tercero, una constitución mínima implica que quienes ganen democráticamente las elecciones tienen el derecho a que sus preferencias políticas se reflejen en sus decisiones. En consecuencia, una constitución mínima implica no establecer ningún tipo de quórum supra-mayoritario para dictar leyes y elegir autoridades, junto con implicar un recorte de los poderes de un eventual tribunal constitucional, especialmente en lo que respecta a controlar preventivamente las leyes. Finalmente, una constitución mínima implica establecer mecanismos relativamente flexibles para su reforma, tales como, por ejemplo, un quórum de tres quintos para todos sus capítulos, o un mecanismo consistente en la aprobación mayoritaria por dos congresos más un plebiscito.

Cierto, nadie va a quedar completamente contento con una constitución mínima. La derecha probablemente va a considerar que una constitución mínima no protege con suficiente fuerza la propiedad o la libre iniciativa económica, mientras que la izquierda probablemente va a considerar que una constitución mínima es insuficiente en derechos sociales. No obstante, el hecho de que un acuerdo no deje completamente satisfecho a nadie es muchas veces evidencia de que tal acuerdo es justo. Por lo demás, una constitución mínima tiene más posibilidades de conseguir apoyo en el futuro órgano constituyente por cuanto espanta el principal miedo de muchos: a saber, que se reemplace una constitución “tirada pa’ la derecha” por otra constitución “tirada pa’ la izquierda”. Por último, y a diferencia de nuestra actual constitución, una constitución mínima es humilde en sus pretensiones. Una constitución mínima no resuelve ni pretende resolver “de una vez y para siempre” todos los debates acerca de cómo debemos vivir juntos. De este modo, una constitución mínima tiene más probabilidades de conseguir la aprobación de la gran mayoría de los chilenos que otras alternativas maximalistas.

Para terminar, una pequeña observación: gran parte de los países OCDE a los que Chile se quiere parecer —desde EE.UU. hasta las socialdemocracias nórdicas— tienen constituciones mínimas (puede confirmar esto aquí). De hecho, países como Reino Unido e Israel ni siquiera tienen una constitución propiamente tal, y la constitución australiana no tiene catálogo de derechos fundamentales. Ahora bien, alguien puede objetar que la cultura de estos países es muy distinta a la nuestra, y que por ende establecer una constitución mínima en Chile generaría excesiva inestabilidad. Sin embargo, es tiempo de abandonar la pretensión de que la constitución y los jueces pueden hacer la pega que realmente le corresponde a la política. Al final del día, la última protección de las democracias no radica ni en las constituciones ni en los jueces, sino en los corazones y las mentes de los ciudadanos, reflejadas en su comportamiento. Nos guste o no, nadie puede protegernos de nosotros mismos. Los únicos que podemos resolver nuestros desacuerdos fundamentales (incluidas nuestras “trancas culturales”, en caso de que las tengamos) somos nosotros por medio de la deliberación democrática. Esto es lo que una constitución mínima reconoce con sobriedad.