El pasado martes la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados aprobó el proyecto que permite la eutanasia. Más allá de las consideraciones particulares de la iniciativa, es importante poner sobre la mesa la pregunta fundamental que envuelve este debate.

Esta pregunta fundamental dice relación con el sentido del sufrimiento. El filósofo alemán Robert Spaemann sostiene en un texto notable que el verdadero sufrimiento humano es la experiencia de la falta de sentido. No hay que mirar muy lejos para darse cuenta de que la vida está llena de dificultades, y de que no pocas veces el mismo hecho de existir produce angustia. Ocurre otro tanto con el sufrimiento físico que, en ciertos casos, como el de una enfermedad terminal, pone a la persona en disyuntivas difíciles de enfrentar. Lo que permanece o subyace a todo problema humano es la pregunta sobre el sentido de dicha experiencia.

La eutanasia nos pone frente a esta pregunta porque su respuesta es que no, que no tiene sentido. En un momento determinado, vivir o morir da igual, porque el sufrimiento físico se ha hecho tal que ha transformado la propia vida en un sin-sentido. ¿Para qué continuar viviendo, si solo es para sufrir? Luego ¿qué sentido tiene esta experiencia de lo sin-sentido? Estas preguntas, por supuesto, interpelan profundamente nuestras propias vidas. Vivir, en algún sentido, significa sufrir. Así, la eutanasia surge como una respuesta humanitaria, que confirma la conciencia de la falta de sentido, y permite acabar con ella (y, de paso, con la vida entera). ¿En realidad alguien está dispuesto a impedir que las personas que quieren morir acaben con su vida?

Hay, con todo, una alternativa. Alternativa que no significa acabar con el sufrimiento (lo cual sería una tarea utópica en este mundo, razón por la que es insuficiente oponerse a la eutanasia únicamente con el argumento de la necesidad de robustecer los cuidados paliativos), sino superar la experiencia de lo sin-sentido. Dicho de otro modo: el dolor puede considerarse un misterio cuyo origen no podemos comprender, pero cuya experiencia sí podemos dirigir.  Aquí parece estar el desafío que nos pone por delante la discusión de la eutanasia. En términos concretos, esto significa convencernos de que todos los hombres podemos y estamos llamados a ser felices, que debemos serlo aquí y ahora, pero no a medias, sino completamente, con todo lo que implica la vida. Como diría Chesterton, la felicidad es verdadera precisamente cuando se alcanza en medio de las cosas que llamamos tristes, como ocurre en medio de una enfermedad terminal.

Hace pocos días, en medio de una clase, una alumna me dijo que ella preferiría que las personas no existieran antes de que vivan una vida en malas condiciones (pobreza, enfermedades graves, etcétera). Pensé justamente en esta discusión: tal vez el énfasis en la “autonomía” de los promotores de la iniciativa los ha nublado de tal modo, que no se han dado cuenta de que la eutanasia, más que una respuesta, es una renuncia: una renuncia a explicar el sentido de la existencia. Como sociedad, nos debemos algo más.