Ha sido tal el tenor del debate sobre el proyecto de Admisión Justa, que pareciera que estamos hablando de todo menos de educación. Al mismo tiempo, y paradójicamente, quienes más reclaman contra el lucro y la mercantilización de la sociedad han promovido una idea esencialmente utilitaria de la educación. Ella no serviría para otra cosa que el ascenso social, y eso justificaría su oposición al mérito como criterio de selección.

No es difícil advertir que, vista así, la educación pierde su sentido más profundo. Pero, ¿cuál es el sentido de la educación? Por más que nos hayamos pasado discutiendo sobre este asunto, no existe una respuesta consensuada a esta pregunta. Suena insólito, pero luego de años de debate, no sabemos para qué estamos educando.

En tres notables conferencias editadas bajo el título La abolición del hombre, el escritor inglés C. S. Lewis expone sobre los peligros de la deshumanización en un área especialmente sensible: la educación. Esta deshumanización tendría por causa fundamental la renuncia a la enseñanza de valores. La educación tendería a convertirse, de esta manera, en un mero traspaso de conocimientos técnicos, que sólo alimentaría cerebros. Al poco tiempo tendríamos expertos en las más diversas áreas, cada uno buscando su propio éxito. Después de todo, cabría preguntarse si en realidad hemos educado máquinas y no personas.

El hombre solo alcanza su plenitud, solo se vuelve verdaderamente hombre, en la medida en que adquiere virtudes, es decir, en la medida que es educado para convertirse en un hombre justo.

En Chile uno podría pensar que la educación va a terminar en lo que denunciaba Lewis. El también autor de las Crónicas de Narnia, por el contrario, parafraseando a Aristóteles, señala que la educación debe asumir el objetivo de que los alumnos tengan predilecciones y aversiones por lo que corresponda. Eso exige, por supuesto, no solo el despliegue de la inteligencia, sino la educación de la voluntad y los afectos. El problema es que esto requiere necesariamente la educación de valores, lo que es sumamente complejo en una sociedad capturada por la idea de la neutralidad y el relativismo.

El tema no es fácil de abordar, pero la educación integral solo es posible en la medida en que adquiramos el convencimiento de que el hombre, como ser racional, puede hacer juicios de valor que no sean meras opiniones. Lo mismo que ocurre en la literatura, en donde la crítica exige la jerarquización entre obras buenas y obras malas (no tiene el mismo valor Los hermanos Karamazov que Los juegos del hambre), ocurre en el ámbito de la libertad: existen acciones que son objetivamente justas y otras que son objetivamente injustas. El adjetivo “objetivo” es el que aterra a algunos, pero sin éste, todo juicio ético pierde su sentido (piénsese, por ejemplo, en el absurdo de tener una Comisión de Ética en el Congreso, en donde los diputados que la integran sostienen que los juicios éticos son meras opiniones u emociones).

Puede que mirar el asunto de esta perspectiva (y no únicamente desde los sistemas de admisión o financiamiento) ayude a que la izquierda y la derecha alcancen acuerdos en un asunto tan fundamental como la educación.

El hombre solo alcanza su plenitud, solo se vuelve verdaderamente hombre, en la medida en que adquiere virtudes, es decir, en la medida que es educado para convertirse en un hombre justo. La sociedad, por su parte, requiere de buenas personas (Vargas Llosa en una oportunidad señaló que es indispensable que las instituciones democráticas estén respaldadas por valores éticos para combatir la corrupción). Frente al debate maniqueo que tenemos por delante, bien haría el ejercicio de ahondar en estas cuestiones decisivas; puede que mirar el asunto de esta perspectiva (y no únicamente desde los sistemas de admisión o financiamiento) ayude a que la izquierda y la derecha alcancen acuerdos en un asunto tan fundamental como la educación.

FOTO:FRANCISCO FLORES SEGUEL/AGENCIAUNO