El Gobierno ha puesto el énfasis en lograr avances en la reducción de la desigualdad. Todos los sectores reconocen que la mala  distribución de los ingresos es un problema grave. El punto está en cómo articular ese propósito con el crecimiento económico. Es evidente que no es una tarea fácil cuando el FMI ha reducido las expectativas de crecimiento para América Latina, y nuestra economía atraviesa por un ciclo de desaceleración, que algunos entendidos estiman puede durar todavía un cierto tiempo.

Lograr mayor igualdad en una economía que no crece a buen ritmo es una quimera. Se puede mejorar la situación de los sectores más pobres, como ha ocurrido en Brasil, pero el descontento de los sectores medios emergentes puede cuestionar profundamente el esquema y los propios beneficiados percibir el peligro de que disminuyan las transferencias y subsidios. La crisis del Estado de bienestar europeo así lo revela.

Tan importante como la realidad presente son las expectativas de la gente, y la falta de un horizonte de progreso compartido puede ser el peor antídoto para cualquier avance social duradero. No basta con equilibrar ingresos y gastos públicos si la economía detiene su expansión.

La igualdad es una meta que debe acompañar al crecimiento y, a la vez, un presupuesto de todo desarrollo sustentable. Pero no puede anteponerse a él, ni menos dificultarlo. No es una tarea que se pueda entregar únicamente a la educación. Esta puede ser un factor importante, pero no sustituye al crecimiento.

La desigualdad en la sociedad es como un caleidoscopio: remite a un conjunto complejo y cambiante de relaciones humanas. El concepto de desigualdad no es estático, se refiere a procesos sociales: historias, oportunidades, proyectos y riesgos, como por ejemplo la vulnerabilidad frente a la cesantía. El futuro puede anticipar discriminaciones. Se aceptan con mayor facilidad las desigualdades transitorias en el tiempo, no las que se cristalizan sin una razón legítima.

Es positivo que el FMI haya anunciado que el PIB per cápita corregido por paridad de poder de compra en Chile ha llegado a US$ 23.165 por habitante, cerca de Hungría, Polonia, Grecia y Portugal en la OCDE, y que no ha dejado de crecer en las últimas décadas. El problema es que está mal distribuido.

Hay mala distribución de los ingresos autónomos antes y después de impuestos; corregida por las transferencias del Estado a los sectores más vulnerables: entonces, baja a la mitad, 20/20 = 14, pasa 7.8. Lo que demuestra la importancia de las políticas públicas, pero también su límite.

Sin embargo, el fenómeno de las desigualdades no se agota en la distribución de los ingresos. El propio crecimiento produce nuevas brechas sociales. Son las «nuevas desigualdades».

Existe en la sociedad una tensión entre fenómenos de igualación (por ejemplo la difusión de la televisión y el mayor acceso a la TV por cable que llega al 60% de los hogares y el uso masivo de celulares), por una parte, y, por otra, el surgimiento de nuevas desigualdades o discriminaciones. No es que no existieran en el pasado, es que ahora ha aumentado la conciencia y, en algunos casos, su magnitud: desigualdades de género, la dificultad de los jóvenes para encontrar empleo, desigualdades geográficas, en las prestaciones y beneficios sociales del Estado, desigual acceso al crédito y su costo, desigualdades de la vida cotidiana, especialmente en las grandes ciudades: barrios segregados más expuestos a la delincuencia, carentes de servicios, distancias y tiempo de transporte, carencia de espacios de esparcimiento, riesgo de delincuencia y abuso de drogas, para no hablar de las reivindicaciones étnicas.

Muchas de estas “nuevas desigualdades” se producen dentro de cada categoría social y se toleran menos debido a su novedad y a la falta de justificación. Además, ellas tienden a acumularse sobre ciertos grupos que viven en condiciones más precarias.

Por otra parte, el mayor acceso al consumo masivo tiene efectos ambiguos: hay necesidades simbólicas crecientes; todos buscan  comprar identidad: soy lo que consumo. Esa identidad por estratos según el poder adquisitivo es, sobre todo, una forma de diferenciación que acentúa la intolerancia a los privilegios: “hay que respetar la fila” es una consigna recurrente. Las elites se perciben como muy cerradas, casi como oligarquía: sólo el 4% de sus padres fueron de bajos ingresos en Chile, mientras en Alemania es el 33%.

El consumo masivo, a la vez, nivela y diferencia, pero favorece el endeudamiento.

Hay mayor movilidad social, pero con alta dificultad para salir de la pobreza dura. Quienes han dejado atrás la pobreza viven una situación precaria bajo la preocupación de volver a caer en ella. Este temor aumenta cuando la economía se desacelera, se cierran los horizontes de progreso y cunde la posibilidad de perder el empleo.

A medida que nos acerquemos al umbral del desarrollo, un factor decisivo para el bienestar será la mayor igualdad. El horizonte entre nosotros debe ser el crecimiento económico, que supone confianza en el futuro y en los resultados del esfuerzo individual, familiar y colectivo. Reducir las trabas al reconocimiento al mérito y aumentar la dimensión de solidaridad. El problema surge cuando esta premisa se debilita.

Reducir las desigualdades es una tarea de largo plazo que debe ir de la mano del crecimiento. Algunas desigualdades son más fáciles de reducir que otras. Son dos caballos que tiran un mismo carro y que el Gobierno -como el antiguo auriga- debe saber conducir. Sería fatal que en el espectro político se produjera una suerte de división del trabajo: la derecha se ocupa del crecimiento y el progresismo de la igualdad. Ambos sectores deben preocuparse de los dos objetivos.

El desafío actual es no disociar crecimiento, por una parte, y afirmación de la igualdad por otra. Hay que reconocer que la tarea no es fácil en momentos de desaceleración. Pero si cada caballo tira el carro por su cuenta, éste se descarrila. Hay que esforzarse para que ambos paradigmas vuelvan a converger.

 

José Antonio Viera-Gallo, Foro Líbero.

 

 

FOTO: RODRIGO SÁENZ/AGENCIAUNO

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