Pasada la borrachera ideológica que año a año se desata tras el Día de la Mujer en Chile y buena parte del mundo, puede resultar un ejercicio interesante ver los desafíos que acosan a la Presidenta de Chile desde el lente de los estudios de género serios.
Si se revisan con detención y mesura las investigaciones académicas más relevantes que se han hecho en varios países –incluido Chile– en torno al rol del estereotipo de género en la política, se puede llegar a conclusiones fascinantes. Entre ellas destaca –al menos para el objeto de este análisis– el hecho de que los reduccionismos de que son víctimas las mujeres suelen encontrarse en los contenidos de los medios de comunicación y en las mentes de quienes los consumen, pero también, y he aquí lo novedoso, alojados en la cabeza de las mismas mujeres que apuestan por ser parte de la clase política.
Esos estereotipos -que suelen encasillar a mujeres con rasgos de personalidad, competencias temáticas y roles permitidos de ser interpretados distintos a los de los hombres políticos- no sólo se originan en una deficiente formación periodística y una torcida formación escolar, como no pocas veces se suele decir desde trincheras ideológicas, sino que también encuentran su origen en los temores, inseguridades y conflictos que las propias políticas mujeres tienen y que no pocas veces se ocultan consciente o inconscientemente en el fragor de una batalla destempladamente ideológica por la igualdad total y radical de género.
La Michelle Bachelet que ahora nos gobierna es un claro ejemplo de esto, ciertamente distinto a la Michelle Bachelet que nos presidió hace casi una década.
Y es que la literatura científica suele decir, por ejemplo, que los hombres políticos destacan en la fortaleza e independencia, mientras las mujeres sobresalen por una dependencia muchas veces originada por debilidades propias. A diferencia de lo que se pudo ver en su primer gobierno, ahora la Presidenta confunde independencia con tozudez. La ya irresponsable negativa a ajustar un gabinete que desde sus primeros pasos entró en aprietos es un ejemplo.
En la misma línea, este injusto estereotipo suele atribuir a los hombres el rasgo del liderazgo político, mientras que las mujeres parecieran tender más hacia la subordinación política. Una simplificación muchas veces contradicha por la realidad de mujeres políticas a lo largo de la historia. Pero precisamente hoy, en Chile, lo que también se escucha cada vez con más fuerza es la urgencia de señales explícitas de liderazgo de parte de Bachelet, lo que no se puede confundir con popularidad (que ni siquiera eso parece quedar). Recaer en la idea de que una comisión asesora puede resolverlo todo es, en buena medida, síntoma de falta de liderazgo, más cuando no se incluye político alguno en dicho grupo y a pocas horas de presentarlo en un pomposo acto transversal se solicita públicamente el apoyo a la iniciativa a los propios partidos que ella representa.
Por último, diversas investigaciones muestran que estereotípicamente a las mujeres se les atribuye –a diferencia de los hombres, más en tiempos de desafección política- transparencia, expresividad, apertura y confianza. Estas ventajas femeninas, tan bien conducidas en su gobierno anterior, poco provecho tienen ahora cuando la Mandataria se resiste a enfrentar a la prensa y esquiva discursivamente referirse a situaciones graves que vinculan a los suyos.
Frente a esta falta de independencia, liderazgo y transparencia, la Presidenta Bachelet parece más volcada a destacar rasgos que se suele decir son propios de una mujer que participa de la política: la victimización y el permanente intento por brindar emotividad en un escenario que exige una guía racional que brinde confianza y genere calma.
En este su primer año de gobierno -y en concreto en estas últimas semanas- esta nueva Bachelet parece confirmar esos estereotipos cuya paulatina erradicación precisamente se celebra cada 8 de marzo.
Alberto López-Hermida, Doctor en Comunicación Pública y Académico Universidad de los Andes.
FOTO: SEBASTIÁN RODRÍGUEZ/AGENCIAUNO