Los altos índices de evasión en el Transantiago, la dueña de casa que paga los útiles escolares de sus hijos con factura, el automovilista impertinente que dobla ni siquiera en segunda, sino que en tercera fila, el maestro quien se compromete a realizar un trabajo en una fecha determinada y nunca más regresa, el ciudadano quien siente que arriesga poco al transgredir la ley. Acciones que reflejan poco compromiso (cívico), poca reciprocidad y un individualismo exacerbado que desemboca en actitudes de desconfianza.

Acorde al proyecto de 2015, “Confianza, la clave para el desarrollo”, del Centro de Políticas Públicas de la PUC, Chile se ubica dentro del 30% de los países con menor confianza social del mundo y en el 5to país más desconfiado de Latinoamérica. Fenómeno que se ha ido acrecentando en el tiempo, ya que durante los últimos 20 años nuestros niveles de confianza han ido, paulatinamente, disminuyendo.

¿Qué ha pasado, durante las últimas décadas, para que nuestros grados de confianza se hayan traducido en un bien escaso y escurridizo? Existen varias razones. Desde cambios sociales que afectan el cómo nos interrelacionamos, hasta el tipo de creencias, valores y actitudes que exhibimos. Por otra parte, no menos cierto es que los últimos acontecimientos en nada han favorecido para descomprimir el ambiente.  Sin embargo, echarle la culpa a actores específicos de nuestra contingencia no resuelve el problema. La disyuntiva está en cómo recomponer las relaciones a todo nivel para apaciguar esa mañosa tendencia de desconfiar (que nos corroe).

Dar, recibir y devolver son los ingredientes necesarios para que surja confianza entre las personas. Conductas que reflejan cooperación, lealtad, el compromiso de asumir y hacer cumplir la palabra empeñada, actuar rectamente y honrar los acuerdos velando por el bien común es cómo ésta aumenta en una sociedad.

Además, de la confianza se desprende la creencia de que todos los miembros de la sociedad poseen la misma dignidad y derecho a ser tratados con respeto y a desarrollarse en libertad. Esto no sólo produce un sentido de pertenencia y permite una responsabilidad compartida, sino que también provoca generosidad y tolerancia, en medio de la diversidad, y crea normas de convivencia y valores sociales que garantizan mayor estabilidad.

Por último, la confianza crea capital social. Esto se traduce en beneficios económicos, sociales y políticos que favorecen al mayor desarrollo de un país. En el ámbito económico porque se reducen los espacios de incertidumbre para invertir, innovar y llevar a cabo transacciones entre desconocidos; social porque surge mayor cohesión, ya que las personas poseen mayores expectativas de que el otro no lo engañará y cumplirá su palabra; y políticas porque aparece una mayor legitimización de las instituciones y los objetivos de sus representantes.

Estamos a tiempo para que los miembros de órganos civiles, públicos y privados inviertan tiempo y preocupación en restablecer las confianzas por medio de hechos concretos que establezcan una correlación entre lo que dicen y hacen. Sólo así podrán elevar sus bajos niveles de credibilidad y conferirle seguridad a los ciudadanos que poseen las competencias necesarias para monitorear, amonestar y desvirtuar aquellas conductas oportunistas.

Sin confianza, la sociedad se atomiza, disminuye la capacidad de acción de sus miembros y aparecen la discriminación, el temor y la segregación social. Por lo tanto, si queremos un país que vuelva a confiar en el sistema social e institucional se requiere que la sociedad chilena, en su conjunto, comprenda que la crisis de confianza afecta a todos por igual y que restituirla importa (mucho), por ser ésta el referente y medida de toda acción social.

 

Paula Schmidt, historiadora y periodista Fundación Voces Católicas.

 

 

FOTO: JONAZ GOMEZ/SANTIAGO

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