A propósito de las revelaciones sobre colusión en la industria del papel tissue han vuelto a aparecer en la superficie del debate público y de los sentimientos colectivos las preguntas sobre el lugar de la competencia en nuestros mundos de vida individuales y en diferentes esferas de la sociedad, desde el deporte hasta la política y las ideologías. Pero antes de entrar al tema, aclaremos el significado de papel tissue sanitario, que aquí sirve como excusa para reflexionar sobre la competencia.
La propia Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPCE) hoy cuestionada lo describe en su sitio educativo de la siguiente forma: «un papel delgado y crepado, muy absorbente. Se destina a la fabricación de papel higiénico, toallas, servilletas, pañuelos, rollos de cocina, faciales, sabanillas para clínicas y hospitales, y papeles para dispensadores». Aclarado esto podemos ahora entrar a la competencia, cosa que haremos en dos partes. Una primera dedicada a consideraciones de lo que podemos llamar (exageradamente, por cierto) una sociología de la competencia. La segunda, en tanto, dedicada al control de la competencia en la esfera económica.
I
Para partir podemos preguntarnos: la competencia, ¿es un valor de nuestra cultura? ¿Cómo la apreciamos, cuándo la aplaudimos y por qué? Por el contrario, ¿por qué a veces nos mostramos ambiguos frente a ella o incluso la condenamos? ¿Qué explica que en ocasiones busquemos protegerla, aun promoverla, y en otras la prohibamos o sancionemos?
El primer sociólogo -entre los clásicos de esta disciplina- en tomarse en serio la competencia, dedicándole un estudio del año 1903, fue el alemán Georg Simmel, para quien “la competencia se presenta como uno de los rasgos decisivos de la vida moderna”. La explica como una necesidad de cualquiera sociedad, pues éstas, argumenta, suponen una cierta relación cuantitativa de armonía y desarmonía, asociación y competencia, favor y disfavor, para adoptar una forma particular.
Y distingue de inmediato entra esa concepción agonística, conflictiva, de la competencia -bajo la cual se mantiene hasta hoy en el análisis sociológico- y su concepto destructivo o bélico. Así, sugiere que quien compite con otro porque el dinero de una audiencia fluya a su bolsillo, por el favor de una mujer o por hacerse más famoso por sus obras y palabras, se halla situado en el círculo de la rivalidad, a diferencia de quien daña o busca destruir intencionalmente a su adversario. Este último, agrega, “no se halla compitiendo; más bien, su ataque directo terminaría por privarlo de un potencial competidor. La competencia, entonces, es una manera indirecta de luchar”, concluye.
Ya en plena vena sociológica, Simmel explica que los “diferentes círculos sociales difieren de acuerdo con el tipo y grado de competencia que admiten”. Se la miraría mal, por ejemplo, en asociaciones basadas en el origen, como la familia, cuya estructura, dice, es orgánica y no competitiva. Sin embargo, acota de inmediato, esto vale solo hacia dentro de la familia; en cuanto a la prosecución de sus fines externos, puede ser que la familia como tal deba competir. Algo similar, sostenía Simmel, vale para las congregaciones religiosas: todas tendrían cabida en la mansión de Dios (en realidad, desde antiguo han existido rivalidades entre diferentes órdenes y congregaciones y aun hubo un tiempo de relaciones de guerra y destrucción entre las propias religiones cristianas. Competencia, pues, que se escapa de las manos de Dios).
El diccionario de la RAE incluye la mayoría de estas ideas entre los diversos significados que atribuye al término ‘competencia’ en su primera acepción, proveniente del latín competentĭa, la que define como disputa o contienda entre dos o más personas sobre algo, oposición o rivalidad entre dos o más que aspiran a obtener la misma cosa, situación de empresas que rivalizan en un mercado ofreciendo o demandando un mismo producto o servicio, persona o grupo rival (como decimos al emplear la frase “se pasó a la competencia») y, por último, competición deportiva.
En suma, en perspectiva sociológica y en términos de la historia moderna -la del capitalismo, la democracia, la cultura meritocrática y los valores del individualismo-, la competencia emerge como una de las dinámicas centrales que conforman la experiencia contemporánea. Se presenta ya bien como (i) un rasgo individual del carácter, una disposición preferente a competir con otros en situaciones de rendimiento o logro; (ii) un atributo de la situación en que la persona se encuentra, como ocurre en las esferas del mercado y de los emprendimientos por ejemplo, o de una prueba deportiva o de un concurso de la televisión; y (iii) un componente de los discursos valorativos que nos rodean, que ya bien evalúan los desempeños y logros como tablas de posiciones que reflejan una competencia, o bien, rechazan y condenan que determinados logros o desempeños sean evaluados en esos términos, como ocurre cuando se critican las escalas de medición de los resultados del aprendizaje o, en general, se confunde la educación con una competencia y/o se la usa para estimular comportamientos competitivos.
Efectivamente, la cultura moderna es una cultura de competidores. Ésta se halla presente en varias de las principales esferas de valor y prácticas de la sociedad.
Por lo pronto en la economía, donde forma parte de la propia definición (ideal) de los mercados como su expresión más alta, pero también de su textura real hecha de disputas en torno al control/participación de los mercados, los precios, las marcas, las tecnologías e innovaciones, el favor de los consumidores y usuarios. Las narrativas del mercado, su autorepresentación social, giran también en torno a la competencia como motor del progreso, creadora de riqueza, generadora de bienestar social y, mediante la operación de la mano invisible, en un dispositivo transformador de los vicios privados (egoísmo del interés propio) en virtud pública (bien común).
Sería un error imaginar que la competencia, como principio de actividad y orden de diferentes esferas de la sociedad, se reduce a la economía de mercado. Se halla presente como eje regulador también en la esfera deportiva, tanto en su sector profesional como amateur. Es seguramente allí, en la actividad física ordenada a un fin -desde la cacería hasta los ejercicios militares dentro de un mismo grupo de vínculos orgánicos-, donde la competencia adquiere su forma original y se desarrolla como un valor de sobrevivencia, socialización y formación.
La ciencia moderna, tal como muestra la sociología, es asimismo un territorio de intensa competencia; una carrera por descubrimientos, hallazgos, novedades, publicaciones y patentes. Interesantemente, igual como ocurre en ciertos deportes, la abierta competencia frente a terceros se combina aquí con una fuerte colaboración hacia dentro de los equipos de investigación, sin perjuicio de que al interior de estos puede existir también una subterránea competencia por las precedencias, el liderazgo, la fama, el reconocimiento y la reputación; en fin, aún los científicos (o quizá sobre todo ellos) suelen olvidar aquello de sic transit gloria mundi.
Y qué decir de la política democrática, la cual desde un cierto ángulo cabe definir, ante todo, como competencia entre élites y partidos por el voto ciudadano. Competencia regulada, periódica, mediatizada, que caracteriza a las democracias pluralistas y garantiza -mejor que cualquier otro régimen hasta hoy- los derechos civiles y políticos de las personas. En este contexto se dice que la política debe ser competitiva, que debe ofrecer equipos y programas alternativos y rivales, que debe asegurar una cancha pareja de reglas e instituciones que hagan posible la competencia, un ‘mercado de las ideas’ y la coexistencia de una pluralidad de discursos valorativos.
Desde las últimas décadas del siglo pasado y en lo que va avanzado del siglo XXI, la competencia parece haber irrumpido en diversas otras direcciones y ser hoy un principio ordenador y eje de actividades y organizaciones que hasta ayer parecían inmunes a su influencia y presión.
Piénsese en el caso de las universidades que hoy compiten agudamente por estudiantes, profesores e investigadores, por recursos de diversas fuentes y, sobre todo, por prestigio y ubicación en los rankings. Los espíritus tradicionalistas y neoconservadores miran con disgusto esta vulgarización cuantitativa de tan antigua y sacra institución, y su transformación en una organización que compite, cuya productividad es medida y cuyo espíritu parece haberse comercializado, masificado, banalizado. Los rankings nacionales, internacionales y ahora también globales (world class universities) son una muestra de que las universidades compiten para ubicarse en lugares destacados dentro de esa jerarquía y evitar así aparecer postergadas en el orden mundial, regional o local.
Pero no sólo las universidades. También los países están envueltos actualmente en una competencia dentro de sus regiones geográficas y a nivel mundial. Compiten ante todo por lo que se denomina, precisamente, su competitividad, es decir, su capacidad de competir exitosamente; según la solidez de sus instituciones democráticas; en un Índice de Desarrollo Humano; por su clima de negocios y una serie de otras dimensiones, todas cuantificadas y medidas comparativamente a través de diversos indicadores que dan lugar a otros tantos rankings.
Los medios de comunicación y las redes que conectan al mundo se encargan luego de difundir esas tablas de posiciones dando la sensación de que los países y sus industrias, empresas, científicos, ordenamientos políticos, sistemas educacionales y producción cultural viven en un estado febril de constante competencia. Una suerte de guerra simulada y sublimada de todos contra todos, una olimpiada global, con ganadores habitualmente previsibles (los países desarrollados de alto ingreso), perdedores que también se pueden anticipar (los países más pobres y rezagados) y una amplia y heterogénea clase media de naciones en vías de desarrollo, emergentes, cuyas capacidades competitivas se encuentran en construcción.
Y los propios individuos, ¿acaso no viven su propia existencia -en el mundo laboral y fuera de él en la ciudad, el hogar, la educación de los hijos, el consumo, la vivienda, el barrio- a la manera de una carrera ininterrumpida donde cada cual construye y mide y maneja estratégicamente su propia competitividad?
El sociólogo alemán Ulrich Bröckling escribe que el self emprendedor sería el resultado de un conjunto de ‘interpelaciones totalitarias’ donde convergen el imperialismo económico y el imperativo económico. “Nada debe escapar al mandamiento de la autosuperación bajo el signo del mercado”, dice, y concluye que, en cualquier caso, se trata de una ‘empresa paranoica’, pues “el estatus de esta figura es precario: un self emprendedor puro es tan imposible como el mercado perfecto”. En fin, ni las buenas obras podrían salvarnos.
II
Qué duda cabe, la competencia se ha vuelto un valor axial de nuestra época, distintivo del capitalismo global, profundamente internalizado en todas las esferas que componen la sociedad moderna o, como diría Max Weber, en todos los ‘mundos de vida’. De acuerdo con él, hay diversas esferas de valor u ordenamientos de vida -como la economía, la política, la estética, la religión, las ciencias, la erótica-, cada una de las cuales es regida por valores o lógicas propias que chocan entre sí y pueden contradecirse o entrar en conflicto. Por ejemplo, la competencia es el valor axial de la esfera económica, entendida en sentido amplio, según la define Weber, como un conflicto pacífico (recuérdese la misma idea en Simmel) que consiste en “el intento por obtener el control sobre oportunidades y ventajas que son deseadas también por otros”. El mercado es el lugar por excelencia donde se expresa la competencia y, llevada a gran escala, conduciría a la selección de aquellas cualidades que son importantes para el éxito.
Tan decisiva se entiende la competencia en las economías de mercado que los países -en número de 115, Chile entre ellos- han adoptado políticas y leyes para proteger y fomentar la competencia y sancionar los comportamientos anticompetitivos y la conformación de monopolios. A través de un survey realizado por la INC (International Competition Network), se estableció que los países definían como objetivo de su legislación antimonopolio una serie de bienes, entre ellos, garantizar un efectivo proceso competitivo, promover el bienestar de los consumidores, fomentar la eficiencia, asegurar la libertad económica, un ‘cancha pareja’ para las empresas medianas y pequeñas, promover la equidad, la libre elección, la integración de los mercados, la liberación de los mercados y la competencia a nivel internacional (M. Stucke).
Otro especialista, Connor, especifica que las naciones en casi todos los rincones del mundo han adoptado leyes antimonopólicas y todas ellas sancionan la concertación de precios en casi todas las circunstancias. Asimismo, los países definen políticas para combatir los carteles que, según estiman Connor y Lande para el caso de los Estados Unidos, cobran precios por encima del precio de competencia, en promedio un 18% y 37%, cifras que para la Unión Europea han sido estimadas entre 28% y 54%.
A pesar de esto, los carteles parecen multiplicarse en el mundo últimamente y aparecen en las más diversas industrias, como la del cemento, la educación superior, los detergentes para el hogar, los productos químicos y el papel, afectando a grandes empresas como Procter & Gamble, Unilever y Henkel. En Chile hemos presenciado asimismo la revelación de una sucesión de carteles entre farmacias, productores de pollos, transporte naviero de vehículos y, en estos días, en la industria del papel tissue.
Es como para creerse las palabras escritas por Adam Smith hace más de 200 años, en los albores de la moderna economía de mercado, cuando denunció que «la gente de un mismo gremio rara vez se reúne, aunque sólo sea para su entretenimiento y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público o en algún tipo de arbitrio para elevar los precios” (Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, Vol I, p. 144).
La definición contemporánea de los carteles es bastante estándar. Son asociaciones entre firmas independientes dentro de una misma industria creadas para aumentar sus ganancias conjuntas mediante la restricción de sus actividades competitivas (Lipczynski & Wilson, 2001, p. 59). Los carteles traen consigo altos costos para diferentes partes interesadas (stakeholders). Por ejemplo, las empresas participantes ven reducidos los incentivos para innovar y producir mejores servicios y productos a precios competitivos. A su vez, los clientes (otras empresas o consumidores finales) terminan pagando más por una menor calidad.
Según muestra un interesante artículo de Olivier Bertrand de la Université Lille Nord de Francia, Fabrice Lumineau de Purdue University, EEUU, y Evgenia Fedorova de la Universidad de San Petersburgo, Rusia (2014), los arreglos que llevan a la creación de un cartel pueden analizarse desde el punto de vista de los motivos y las oportunidades. Aquellos comprenden los factores que llevan a una firma, en nuestro caso la CMPC, a actuar de manera colusiva, y éstas últimas al contexto que hace posible seguir ese curso de acción.
Según vimos más arriba, el cartel es un arreglo mediante el cual dos o más firmas buscan reducir o eliminar la competencia, sea aumentando los precios, reduciendo la producción o repartiéndose el mercado. La colusión así estructurada permite a cada una obtener mayores utilidades que si actuaran separadamente. Por tanto, el motivo generalizado de este comportamiento ilegal es la obtención de un ingreso adicional al que resultaría de competir.
Cómo en cada caso se decide esa acción, sea en la cabeza de cada ejecutivo envuelto o en los laberintos del gobierno corporativo de una firma u otra, es algo que debe analizarse caso a caso y está al margen de nuestra preocupación en este examen, aunque no de nuestra curiosidad.
El motivo, decíamos, debe estar acompañado de condiciones de entorno que permitan o favorezcan entrar en este tipo de arreglo, quebrantando la expresa prohibición de la ley. En lo básico, las empresas que entran en el arreglo deben poder estimar con suficiente razonabilidad que pueden cometer el delito sin ser detectadas o haciendo una ganancia significativa. Por eso mismo se piensa que fuertes instituciones fiscalizadoras y severas sanciones para quienes conspiran contra la competencia son esenciales, pues elevan los costos de la conducta ilegal. Nuestros autores mencionados, Bertrand et al., basados en la literatura, afirman que instituciones robustas desalientan a las empresas de formar carteles mediante una estricta aplicación de la ley, un proceso político estable, mayor democratización y transparencia y un amplio ejercicio de ja libertad de prensa.
En Chile, según ha podido constatarse en tiempos recientes, las agencias encargadas de proteger la competencia y sancionar a los infractores han estado activas y la legislación parece estar funcionando. Es cierto que, dado el carácter secreto de las colusiones, no se sabe cuánto se avanza en detectar estos arreglos ilegales y cuántos siguen todavía operando en las sombras.
Lo que falta, por lo mismo, es un mucho mayor énfasis en la calidad y efectividad de los gobiernos corporativos de las empresas y una elevación ético-cultural de la gestión, especialmente en las grandes empresas. Se supone que éstas deberían ser especialmente renuentes a participar en arreglos anticompetitivos porque, debido a su capital reputacional, tienen más que perder y, por su peso y alcance de mercado, causan mayor daño a los consumidores o usuarios y a la legitimidad de una industria y del campo empresarial en su conjunto.
Es exactamente lo que ha ocurrido con el descubrimiento del cartel del papel tissue sanitario, cuya resonancia negativa no es puramente económica y de mercado, sino, además, por las características propias de la principal empresa involucrada, de carácter político-cultural. Para decirlo con claridad: afecta a la élite empresarial como tal, en su prestigio, gravitación cultural y legitimidad política. Hace aparecer que sus convicciones pro-mercado son tan débiles como acusaba Adam Smith y difunde la imagen e idea de unos ‘capitanes de industria’ situados por encima de la ley que abusan de los consumidores ciudadanos y del sistema que proclaman defender. En tales circunstancias, esa defensa aparece como puramente interesada, de mala fe y como una cobertura para conspirar contra el público.
Además, se extiende la idea de que la competencia puede ser fácilmente manipulada por los competidores con mayores recursos de poder y usarse, en cambio, en detrimento de los más débiles en la relación comercial. Se termina así culpando a la competencia de destruir la competencia; de llevarla hasta el límite donde se vuelve contra sí misma y es convertida, secretamente, en un arma contra el público puesto en manos de los poderosos que así expanden aún su poder.
De allí, justamente, la ambigüedad con que nuestra cultura trata a la competencia. La percibe por un lado como un motor de la innovación, de la modernidad, del bienestar, pero, al mismo tiempo, como una fuerza destructiva de todo lo que toca, incluso de la propia competencia. Semeja un proceso schumpeteriano de ‘creación destructiva’ elevado al máximo, que al final desembocaría en la anulación de la propia fuerza positiva. Es, como dice Federico Engels en su informe sobre la situación de los trabajadores ingleses en tiempos de la revolución industrial, la guerra de todos contra todos, entre las clases sociales y grupos, pero al mismo tiempo dentro de los mismos, impulsada por la competencia, esa forma de guerra sublimada, apenas oculta tras el deseo de dominar al competidor o eliminarlo. O bien, de acordar con él -lejos del conocimiento público- una ‘convivencia pacífica’ en perjuicio del resto de la sociedad.
Con razón tenemos sentimientos mezclados a la hora de reflexionar sobre la competencia.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
FOTO: VÍCTOR SALAZAR M. /AGENCIAUNO