Hace ya más de diez años -en 2012 Chile creció a un irrepetible 6,2%- que la economía chilena dejó de crecer sostenidamente al ritmo que había impulsado a millones de compatriotas a transitar desde la pobreza al cada vez más amplio espacio que ocupan los grupos medios, que actualmente componen una gran parte de la sociedad chilena.
Su magro desempeño en los cuatro años que mediaron entre 2014 y 2017, el primer cuatrienio de esas características desde 1990, no fue inmediatamente percibido por esos grupos emergentes. Sus niveles de consumo siguieron incólumes, mientras la economía languidecía -aunque no a los extremos del ajuste que sucede a una crisis. Durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se batían récords de ventas de autos nuevos y departamentos, a la vez que de salidas al extranjero. Nunca tantos chilenos acudieron a un mundial de fútbol, el de Brasil en 2014. La mayoría se endeudó para ver jugar a una prometedora generación dorada que había encumbrado a la Roja entre las mejores selecciones del mundo.
Pero cuando los rigores del bajo dinamismo de la economía comenzaron a tener efecto en el empleo y en el consumo, los electores vieron en la elección de Sebastián Piñera -de cuyo primer gobierno había buenos recuerdos en materia económica- la posibilidad de volver a los buenos tiempos de los “treinta años”, que marcaron a fuego la trayectoria vital de millones de chilenos (no casualmente “tiempos mejores” fue el lema de su campaña presidencial).
Podría entenderse el estallido social de 2019 como una reacción visceral a la incapacidad del sistema político de generar las condiciones para mantener el bienestar alcanzado, e incluso, para acrecentarlo como había venido sucediendo por décadas. En lugar de eso, las bajas pensiones, los crecientes costos de la salud, las deudas del consumo -los “treinta pesos” eran apenas una muesca de esas cuentas-, y la persistente mala calidad de la educación, habían acumulado una presión que de pronto se mostró incontenible para la institucionalidad. En octubre de 2019 la caldera social reventó con inusitada fuerza.
Desde entonces se ha sucedido una imprevisible secuencia de acontecimientos -la pandemia, el proceso constitucional y la elección de Gabriel Boric, entre ellos- que pusieron al malestar social en pausa y a la economía en ralentí, una condición de la que no parece que vaya a salir en el corto plazo. Se cumpliría así una década pérdida de crecimiento económico, una cuando podríamos haber alcanzado las puertas del desarrollo.
En lugar de ello nos hemos distanciado de la meta, consumiendo de paso los ahorros soberanos acumulados durante los mejores años del “milagro chileno”, mientras que la confianza en la mayoría de las instituciones indispensables para mantener el rumbo ha mermado casi hasta extinguirse.
Amagado el peligro refundacional que por momentos acechó a la República, ¿qué nos aguarda el futuro próximo, una vez que culmine la que entre 2014 y 2023 se puede considerar una década perdida? Lo que es seguro es que tenemos por delante tareas formidables, algo así como una nueva partida que requiere visión estratégica y liderazgo político de primer nivel para evitar que los próximos diez años sean también un tiempo miserablemente perdido en la ruta al desarrollo.
Ventajas competitivas y activos no nos faltan para retomar el rumbo. De la política, la gran política que desafortunadamente no abunda Chile, depende que le hagamos el quite a la ominosa trampa de los países de ingresos medios que ya ha asomado nítidamente sus contornos entre nosotros.
Es así que la próxima elección presidencial en 2025 viene a ser un momento trascendental, uno en el que la nación deberá decidir si sus próximos pasos -y sus mejores esfuerzos- la han de llevar al nivel donde el bienestar se distribuye a la gran mayoría de sus hijos, que eso es entre otras cosas el desarrollo, o elige el camino del perpetuo subdesarrollo.