Con el aplastante resultado del plebiscito de septiembre pasado las alternativas de que dispone el Gobierno para sacar adelante su administración -a la que le restan largos tres años- se estrecharon dramáticamente.

Es también lo que ocurrió en el gobierno de Piñera a partir del estallido social, acontecido poco antes de la mitad de su mandato. Incluso, aunque en menor medida, algo de eso hubo también en el segundo gobierno de Bachelet después del caso Caval, que en su caso detonó cuando faltaba un mes para cumplir su primer año en La Moneda.

¿Cuál es el problema, uno que ninguno de los gobiernos de la Concertación padeció, ni siquiera cuando el Presidente Frei tuvo que enfrentar la detención de Pinochet en Londres, o cuando explotó el caso del MOP-Gate que sacudió hasta los cimientos el mandato del Presidente Lagos? Ocurre cuando de pronto y sin aviso el Gobierno se ve enfrentado a una grave contingencia que no estaba en sus cálculos -tampoco de sus opositores-, y que lo despoja de lo que es de la esencia de un sistema presidencialista: la capacidad para llevar adelante su programa político sancionado por la mayoría en las urnas, produciéndose así un vaciamiento del poder presidencial.

Cuando el gobernante deja de gobernar en propiedad -y de paso se va quedando sin el apoyo de su coalición política-, el poder, como si se tratara de un sistema de vasos comunicantes, se traslada aceleradamente al Congreso y a los partidos políticos, es decir, a las instituciones políticas menos apreciadas por los ciudadanos, incluso menos que la propia Presidencia.

Se desata así una crisis política en toda la línea. Se requieren enormes reservas de sabiduría y talento republicano en el sistema político para salir razonablemente de semejante atolladero. Desde ya, el gobernante, siempre imbuido de las ínfulas que proporcionan los resultados electorales que lo llevaron a la máxima magistratura -Piñera y Boric fueron elegidos por generosas mayorías en torno al 55%-, pero despojado repentinamente de la iniciativa política, deberá adaptar su hoja de ruta a la mucho menos ambiciosa y más pedestre de un “gobierno de administración”.

Para Piñera, cuyas virtudes en esa materia se acreditaron exitosamente durante su primer gobierno -la reconstrucción del terremoto de 2010 fue ampliamente reconocida por todos los sectores-, la pandemia fue casi lo que se podría decir una tabla de salvación. Apenas unos meses después del estallido social una emergencia de salud de esas proporciones requirió de los mejores servicios de un gobernante con una nítida vocación de gestión -el exitoso proceso de vacunación en un país que no produce vacunas fue por momentos un referente mundial. Esa crisis sanitaria le permitió culminar dignamente un mandato que el estallido social había desfondado sin remedio.

El problema de Boric es que carece de esas virtudes y también de la experiencia para realizar exitosamente un gobierno de administración -aunque en su equipo ministerial no escasean esas capacidades. Y es que lo que ahora le toca administrar al Gobierno dista de ser la reconstrucción de un devastador terremoto o una crisis sanitaria de las características de una pandemia, desafíos formidables que una cierta fortuna quiso que fuera Piñera quien estuviera al mando de la nación para gestionarlos.

La situación de Boric es, desafortunadamente, muy distinta: enfrenta una profunda crisis de seguridad ciudadana, una tarea de la más alta exigencia, entre otras cosas porque no es solo un problema de gestión, sino que sobre todo uno político. Y para peor, la encara no sólo con poca o nula experiencia en la materia -ni hablar de vocación-, sino que conflictuado por un pasado reciente que no es posible independizar completamente del grave desborde que se ha producido en este tiempo.

Un gobierno de administración, que a estas alturas parece ser a lo único que puede aspirar buenamente el mandato de Boric, en el que incluso el reformismo propio del sistema presidencialista enfrenta serios obstáculos, debe ser capaz de lo mínimo, es decir, de garantizar que el país siga funcionando, idealmente creciendo en el margen, sin otra ambición que llegar a puerto sin mayores novedades.

La desbocada inseguridad ciudadana está poniendo a dura prueba ese modesto objetivo. Ponerle coto es una prueba extraordinariamente exigente, la más incómoda que pudo imaginar un Mandatario joven que como tantos de su generación renegaba no hace tanto de la institucionalidad policial y militar.

Paradójicamente, el rumbo de la nación lo ha puesto ante una tarea colosal en la que no podrá cejar ni un minuto en el tiempo que le queda. Y, quién lo iba a decir, podría ser, si se lo propone con ahínco, su mejor legado: atender a la aspiración de seguridad que se ha convertido por muy lejos en la principal de la gran mayoría de los chilenos.

Ingeniero civil y exministro de Transportes y Telecomunicaciones

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