El resultado de la elección del domingo pasado bien pudo haber cerrado un período cargado de la más honda incertidumbre que haya experimentado el país en décadas, luego del estallido social que tres años y medio después va quedando definitivamente en el pasado.
A partir del 18 de octubre de 2019, los chilenos -sobre todo los más jóvenes- desenvolvieron sus vidas en tiempos de inseguridades y desasosiegos como ninguno que vivieron antes. Al estallido social, una revuelta que por momentos pareció que iba a incendiar al país por los cuatro costados, le siguió pocos meses después la pandemia del Covid-19, que sumó nuevos temores -el de la enfermedad y la muerte a causa de una peste-, sobre una población ya suficientemente castigada por la inseguridad ciudadana reinante en los días que siguieron a la violenta asonada octubrista.
A su turno, la economía desempolvó incertidumbres que parecían haber quedado en el recuerdo, como la inflación, un flagelo tan desconocido para muchos chilenos como el coronavirus que los encerró por meses en sus residencias. De pronto, la vida de los grupos medios que hasta no hace tanto había transcurrido en horizontes predecibles, aunque no exenta de aprietos y vicisitudes, devino en una sucesión de acontecimientos disruptivos e incomprensibles, librando el transcurso de la vida cotidiana al vaivén de ignotas e incontrolables contingencias.
Por su parte, la política añadió también su propia y significativa cuota de incertidumbre en un escenario cargado de nubarrones que parecían presagiar un tsunami. En 2021 se vació el centro político que gobernó el país desde 1990 -basculando entre la centroizquierda concertacionista y la centroderecha piñerista-.
Ninguno de sus candidatos pudo inscribir su nombre en la papeleta de la segunda vuelta de la elección presidencial de ese año y, en cambio, los chilenos fueron puestos ante la alternativa de elegir al representante de la nueva izquierda del Frente Amplio y al de la nueva derecha de Republicanos, las opciones más extremas del espectro político.
La elección del Presidente más joven de la historia del país, con escasa experiencia en el arte de gobernar, no hizo más que sumar incertidumbre a un cuadro general de una ya menguada gobernabilidad. Pero, como si esto no hubiese sido suficiente, faltaba agregarle un momento de esos por los que las naciones pasan muy de cuando en cuando: reemplazar su Constitución, que una mayoría de electores juzgó necesario y conveniente en el plebiscito de entrada de 2020, por una nueva que escribirían un grupo de chilenos elegidos democráticamente para la tarea.
El macizo rechazo a la refundacional propuesta elaborada por la Convención Constitucional puede entenderse ahora como el principio del fin del octubrismo, abrupto como fue también su origen en octubre de 2019.
Pero quedaba un acto para la clausura final: la elección de los integrantes del Consejo Constitucional del domingo recién pasado, cuyos resultados dan inicio a un período que podría asemejarse a los añorados tiempos de los 30 años cuando el país y la política eran fundamentalmente predecibles.
En efecto, y de súbito, la política -después de uno de sus momentos más volátiles en décadas- dejará atrás la incertidumbre y se volverá tan previsible como fueron esos “aburridos” años cuando se sabía con suficiente antelación quién sería el próximo Presidente de la República. En efecto, la única incógnita de la elección presidencial de 2025 es el nombre del contendor que tendría al frente José Antonio Kast en esa contienda electoral, en la que sería -¿alguien tiene dudas que vaya a competir?- un seguro ganador.
En cuanto al Gobierno, por su desmedrada situación, incluso más endeble que en la quedó el Presidente Piñera con posterioridad al estallido social, se vuelve también un ámbito en el que se reducirá significativamente la incertidumbre. No solo cualquier ánimo refundacional ha sido pulverizado, sino que el margen de acción de Boric se ha estrechado hasta lo indecible.
Ni el guionista más creativo pudo imaginar que el gobernante más izquierdista de que se tenga registro desde Salvador Allende pondría su rúbrica presidencial en una Constitución escrita al amparo del Partido Republicano, el más derechista del espectro político en medio siglo, como seguramente ocurrirá en diciembre próximo. Y en el improbable caso que esa propuesta resulte rechazada seguirá rigiendo “la Constitución de Pinochet”.
No habíamos experimentado tanta certidumbre política en mucho tiempo, un período que bien podría prolongarse hasta después de la elección de 2025, por lo bajo cuatro años, hasta que el desgaste del próximo Gobierno, que es cómo ya se sabe también una cosa segura, comience a terminar con este ciclo que inició sus días raudamente el domingo recién pasado.