Se van a cumplir ya 100 días desde que explotó un fenómeno tan difícil como tentador de definir y comprender. Lo cierto es que removió varias dimensiones de nuestra cotidianidad, pero sobre todo de nuestro derrotero de modernización. Tanto así, que se ha convertido en un lugar común hablar de “normalidad” (entre comillas), en tanto que nadie puede garantizar un orden ni un horizonte sociopolítico después de aquel viernes. Todo esto implica, en principio, al menos dos problemas.

En primer lugar, parece urgente asumir que la acción política -en la medida que aspira a ciertos horizontes, ya sea de poder, influencia en la cultura, y de trascendencia histórica- se ha visto enfrentada a una minoría callejera que paraliza su quehacer, cuyo modus operandi la convierte en indomable (molecular, radical, situacional, violenta, y de organización horizontal). Pero además, nuestro sistema político no ha logrado hacer frente a una expresión emocional y violenta de la política insurreccional que no piensa aún en derroteros o desafíos institucionalizables. De otro modo, el éxtasis de Plaza Italia está en observar el tambaleo de las convicciones políticas que habitaban nuestra sociedad y el suspenso en que han quedado nuestros horizontes democráticos. Ante esto, las izquierdas parlamentarias -tanto la que a ratos es moderada y la que es radical de frentón- quedan fuera de este imaginario. A lo más ofrecen un nuevo modelo, más acusaciones constitucionales y querellas en tribunales, o bien una lealtad sibilina con la violencia, para condescender. La derecha -por su parte- solo atina a ofrecer diálogo, se esperanza en negociar, y cree que administra (desde el Ejecutivo) la crisis.

Esto evidencia (en cadena) un segundo problema. Más allá de que contemos con algunos académicos capaces de describir ciertas causas de nuestra crisis y de explicar determinadas formas de expresión de la calle derogante, se hace cuesta arriba encomendar a los agentes culturales de la transición la tarea de desarrollar diagnósticos y dibujar escenarios post transicionales, o post estallido. Aquellos que pensaron el país en los 90 y principios de los 2000 hoy vienen siendo superados por un Chile que avanzaba bajo la corteza de sus andamiajes cognitivos. Esto devela un tremendo lío pues, lo que hoy se interpela son las fórmulas, las lecturas, los imaginarios, y los lentes con los que se miró al país durante décadas. Por eso precisamente los horizontes y los medios de nuestra democracia, junto con el valor de los cánones clásicos del quehacer político, hoy quedan en suspenso. Un ejemplo de nuestro errático momento es que, transversalmente los diferentes actores, luego de rascarse la cabeza intentando descifrar los lenguajes de la calle, se resignan apenas con afirmar que “las protestas en plaza Italia no se acabarán”.

Necesitamos avanzar hacia una nueva “teoría del conocimiento político” post transicional, que piense cómo afectará esta crisis a la política (encargada de lo común), en la medida que el germen de aquella (crisis) está en cuestionar precisamente lo común. Claro, pues, si se derogan los acuerdos, la paz, los derechos, la representación, las propuestas, no es posible creer que aquello que se anhela es un  futuro común.

Afirmar que Chile cambió comienza a ser tan insuficiente como sintomático.