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Últimamente se ha ido consolidando la percepción entre nosotros de un Chile que se adentra en un período de lento pero persistente declive del que ya no podrá salir en un plazo previsible. No se trataría simplemente de una suerte de “década pérdida”, excepcional y acotada, cuando extraviamos la senda del crecimiento y el desarrollo, es decir, de un malhadado ciclo político que una vez superado daría paso a otro virtuoso y edificante, para retomar prestos el dinamismo perdido en estos años. No, el nuestro sería indefectiblemente una vez más “otro caso de desarrollo frustrado” (el título del conocido libro de Aníbal Pinto Santa Cruz publicado en 1959).
La percepción de un destino mucho más sombrío del que imaginamos no hace mucho, uno que nos sumerge ahora en el marasmo y la mediocridad, viene de la mano de un ostensible deterioro de la política, que exhibe indicadores de confianza imposiblemente más bajos. De lejos, la más importante de las piezas del andamiaje institucional, el sistema político, viene fallando a ojos vista, convirtiéndose ahora en el principal obstáculo para cruzar el pasillo estrecho de Acemoglu y Robinson que conduce al desarrollo, el mismo que apenas un puñado de países han transitado exitosamente en el último medio siglo. Otras piezas, sobre todo el impulso exportador y el desarrollo de nuevos mercados, exhiben en cambio buena salud y no son parte del problema.
Desafortunadamente los tiempos no nos han favorecido. La aproximación del país a las puertas del desarrollo tuvo lugar justo cuando hicieron su aparición las redes sociales. Su uso se masificó en un tiempo extraordinariamente corto, provocando un efecto agudamente fragmentador y polarizador en la sociedad. De pronto, en menos de lo que canta el gallo, el cemento firme de las ideologías cedió, debilitando el necesario rol aglutinador y representativo de los partidos políticos. Y la política, indispensable para impulsar el reformismo del proceso de modernización capitalista, se volvió irremediablemente populista. Ningún país ha alcanzado desde ahí el desarrollo, digan lo que digan los populistas. Es así que la última milla que nos resta transitar para integrarnos al exclusivo club de países desarrollados amenaza con volverse un paso infranqueable.
Pero no todo estaría perdido. Chile, como pocos países en su situación, tiene por delante la irrepetible oportunidad de actualizar su pacto social, esto es, de aprobar una nueva Constitución en reemplazo de la que nos rige ya por más de cuarenta años, por la vía de un impecable proceso institucional y democrático. Es una inapreciable oportunidad -quizá la última- para que el sistema político dé lo mejor de sí y le proponga al país una Carta Fundamental destinada a reparar no sólo sus propias grietas, que ya son visibles a simple vista, sino que sobre todo a posibilitar un tránsito exitoso por el pasillo estrecho para alcanzar el desarrollo.
Si así lo hiciéramos este no sería más que un ciclo político de pocas luces y sueños maltrechos, y no el declive por el que por momentos parecería que nos deslizamos. En la propuesta constitucional se juega entonces mucho más que la inclusión o exclusión de un precepto u otro: se juega la capacidad del país y de su sistema político de vencer la trampa de los países de ingreso medio que tan pocas naciones han conseguido con éxito, en la que ahora mismo estamos atrapados y de la que urge salir antes que un declive lento pero seguro sea nuestro destino inexorable.