Más que el mes de la patria unida, para celebrar el primer gesto de libertad, septiembre es desde hace un rato un mes de confrontación. Y me resisto a conformarme con un Chile que late más por el desencuentro que por innumerables razones para recuperar y preservar la unidad.
No sólo es la huella del 11, con la conmemoración de todos sus dolores y la reiteración de los anhelos de justicia (en lo que cada vez se parece más a una Ruta de la Venganza, como explicó aquí ayer Luis Larraín). Es también el fruto que termina de madurar y que el Gobierno de la Presidenta Bachelet ha bautizado como “legado”, fundado precisamente en una mirada oscura y parcial de Chile, el de la fractura social y la desigualdad. En septiembre de 2017 percibo como nunca el clima de victoria por la consagración de cambios, simbólicos para un sector de Chile, pero distantes de los desafíos de una inmensa mayoría.
Tanto ha calado el espíritu de confrontación, que “acuerdo”, “consenso” y “diálogo” suenan hoy a malas palabras, y cruzar fronteras militantes es sinónimo de traición. Pero sucede que por encima de esos oscuros -y a estar alturas casi permanentes- espacios que nos dividen, hay un ancho mar de propósitos compartidos, que sólo vamos a alcanzar cuando nos sintamos convocados como chilenos todos y no como integrantes de bandos que se disputan el poder.
Están los propósitos permanentes, aquellos que nos mantienen amarrados por un cordón umbilical al resto de América Latina: la lucha contra la pobreza, la infancia desvalida o el tráfico de drogas que tienta a nuestros jóvenes. Y están aquellos nuevos propósitos, los de un país que lleva treinta años de progreso sostenido y ahora debe impulsarse con inteligencia y voluntad para pasar a una siguiente etapa. Desde acordar entre todos un sistema de salud razonable y coherente con una esperanza de vida de país desarrollado; o proyectar ciudades más justas y lindas, para vivirlas en plenitud; hasta la renovación de un Estado que hoy cruje cada vez más, mientras sigue creciendo con un traje estrecho y deshilachado. Y, ciertamente, el propósito del crecimiento económico, que exige unidad y acuerdos en materias concretas y urgentes (no en las vaguedades que escuchamos del candidato presidencial del oficialismo), después de tres años de un gobierno que estimó que crecer era incompatible con la justicia social y que dispuso toda su máquina legislativa para demostrarlo.
Chile, nuestro Chile de todos, es un país pequeño, al final del mapa, que ha sorprendido al mundo, más que por la cueca, el vino y el 11, por superar una fractura democrática, por el empuje de su gente para levantarse de incontables terremotos y tragedias. Y por la serenidad de líderes que generaron las condiciones para que millones de ciudadanos transitaran, con sus propios pies, desde la miseria a condiciones de dignidad y progreso.
¿Si estando afuera me preguntaran qué es lo que más extraño de Chile? Ni las empanadas, ni las cuecas ni la parada militar; tampoco su cinematografía, triste y difícil de comprender para una mayoría; o su televisión, cada vez más precaria y algo vulgar. Extrañaría los regalos de la naturaleza, los colores y olores de cualquier rincón del sur en un día de sol; o las tardes del verano sobre los cerros del Aconcagua (en donde nací); o la inmensidad fascinante de un temporal en Concepción (donde crecí). Extrañaría lo que somos hoy, las voces familiares en las radios, despertándonos o acompañándonos de vuelta a casa chachareando de lo humano y lo divino; el ruido de los niños jugando en las playas; las calles de Santiago magníficamente solitarias y silenciosas un domingo temprano en la mañana; el aeropuerto Pudahuel atestado de chilenos y extranjeros yendo y viniendo.
Extrañaría también que me recordaran que Neruda, más que un militante comunista o el símbolo cultural del allendismo, es el poeta de todos, cuyos versos reservo para soñar en el amor y que no le pido permiso a nadie para leer.
Isabel Plá, Fundación Avanza Chile
@isabelpla
FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO