Transcurridos casi 76 años desde que se suscribiera el Tratado Americano de Soluciones Pacíficas, más conocido como el “Pacto de Bogotá” y teniendo en consideración la evolución del Derecho Internacional y la práctica diplomática en nuestra historia reciente, se hace necesaria una seria reflexión sobre las consecuencias que tendría para los intereses permanentes de Chile, mantener al país atado a ese sistema multilateral y compulsivo de solución de controversias.
Los motivos que animaron a los países signatarios a establecer ese sistema de solución de controversias corresponden a un momento singular de la historia. Dos guerras mundiales en menos de medio siglo constituyeron el mayor incentivo para adherir a un sistema regional compulsivo para evitar conflictos en la región, ligado a una Corte Internacional de Justicia que se inauguraba en el marco de una naciente Organización de Naciones Unidas. En 1948, era razonable convenir en ese propósito.
Los fundamentos del Pacto se encuentran en las Conferencias Panamericanas, antecesoras de la OEA. El tratado ha seguido en grandes líneas el desarrollo de la instancia regional, partiendo con grandes propósitos pero evolucionando hacia un continuo deterioro y una relevancia cada vez más menguada. Al final de cuentas, se trata del mismo Sistema Interamericano que suscribió la Carta Democrática en 2001 y que a poco andar ha dejado de poner en práctica, como lo demuestra la situación en Venezuela.
Adentrados en el Siglo XXI, nos encontramos que el tratado, pensado para regir un sistema aplicable a las Américas del Norte, del Centro y del Sur, así como a los países del Caribe; se aplica actualmente a menos de la mitad de los Estados miembros del “Sistema Interamericano”. Si de los 35 estados miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA), sólo 14 han resuelto seguir formando parte del “Pacto de Bogotá” y 21 países deciden marginarse de él, queda claro que se trata de un instrumento internacional que, en primer lugar, no es representativo y, en segundo lugar, tampoco es indispensable para la solución pacífica de controversias en la región.
Cabría entonces analizar el aporte efectivo del “Pacto de Bogotá” al fortalecimiento de la vigencia del Derecho Internacional en la región. En el análisis objetivo, son tan poco claras las disposiciones del Pacto, que abundaron las reservas manifestadas por los signatarios desde un comienzo y no deja de llamar la atención el hecho de que un tercio de los signatarios nunca lo ratificó. Las reservas manifestadas por los Estados signatarios, incluyendo aquellas expresadas por estados que suscribieron pero no ratificaron el tratado, demuestra que sus disposiciones levantaron legítimas dudas sobre la conveniencia de su aplicación, en estados que previeron la posibilidad de que se pudiesen utilizar los procedimientos del tratado de una manera contraria a la intención primigenia de las partes contratantes, decidiendo mantenerse al margen del sistema.
En el caso de las reservas planteadas por Bolivia y el Perú al momento de firmar y en especial el retiro de ciertas reservas manifestadas en el proceso de ratificar su adhesión al tratado, las alertas sobre la inconveniencia de mantenernos adheridos debieron ser tomadas con máxima seriedad en ese mismo momento, pues se desprenden de su tenor los claros propósitos de los vecinos, que apuntaban a temas que afectaban directamente intereses soberanos de Chile.
La experiencia de Chile con la aplicación del “Pacto de Bogotá” indica claramente que los objetivos prioritarios de defender intereses soberanos permanentes y de desarrollar una política exterior integracionista y moderna, sólo podrán llevarse a efecto mediante la denuncia del “Pacto de Bogotá” a la mayor brevedad posible. Debiéramos recoger, como una lección de nuestra historia reciente, el uso que nuestros vecinos han hecho del “Pacto de Bogotá”, en total contradicción con los principios que justificaron su firma y ratificación a mediados del siglo pasado. En el caso de la demanda peruana contra Chile ante la Corte Internacional de Justicia (tribunal al cual nos obligaron a concurrir mediante el “Pacto de Bogotá”), nuestros vecinos del norte buscaban nada menos que “hacer desaparecer” acuerdos sobre delimitación marítima, que no por ser tácitos dejaron de ser legítimos y plenamente válidos, pues se venían aplicando en la práctica por más de medio siglo entre todos los países sudamericanos ribereños del Pacífico. El Perú no logró probar ante la Corte de La Haya la inexistencia de una delimitación marítima, pero obtuvo una inexplicable compensación a cambio de esa negativa, en la forma de una modificación que hizo la Corte -sin fundamento jurídico alguno- de la extensión del límite convenido. Así, el límite de 200 millas que dio nacimiento a un principio fundamental del moderno Derecho del Mar pasó a tener sólo 80 millas.
Luego, Bolivia utiliza el mismo instrumento para buscar que la Corte de La Haya reconozca la existencia de una supuesta obligación de Chile a negociar territorio soberano, con resultado predeterminado. ¿Qué tienen que ver ambos casos elaborados por nuestros vecinos con las razones consideradas por las partes para suscribir en 1948 el “Pacto de Bogotá”? Ese es un misterio aún por resolver. Pero un mínimo de atención a las motivaciones de reivindicación territorial que tienen y mantienen nuestros vecinos, lleva a la fácil conclusión que los intentos por continuar por ese camino, con el fácil expediente de invocar el “Pacto de Bogotá”, no se acabarán en un futuro previsible.
La historia de nuestra experiencia vecinal, en cuyo marco las manifestaciones de revanchismo histórico que emergen recurrentemente por parte del Perú y Bolivia tienen un papel protagónico, indica la clara inconveniencia de mantenernos ligados a un tratado, que lo único que nos garantiza es seguir siendo sometidos a una secuencia ilimitada de litigios, en virtud de un sistema compulsivo de solución de controversias, del cual nuestros vecinos han hecho un uso contrario a sus objetivos fundamentales. Máxime, si la Corte Internacional de Justicia se ha mostrado crecientemente inclinada a emitir fallos aplicando el “principio de equidad”, por lo tanto concediendo “a todo evento” algún beneficio a las partes demandantes. En consecuencia, resulta absolutamente previsible, que nuevas demandas en contra de Chile estén ya en estado de preparación, relativas a asuntos tales como el “triángulo terrestre” por parte del Perú. A su vez Bolivia, según lo ha sugerido el propio Presidente Morales, con seguridad continuará judicializando sus objetivos de revisionismo histórico, que nuestros vecinos altiplánicos se niegan a abandonar. Esto, al margen de lo que diga el fallo de la CIJ sobre el fondo de la demanda boliviana en curso.
Los argumentos en contrario a la denuncia del Pacto por parte de Chile no tienen más asidero que consideraciones subjetivas, carentes de sustento real. El más recurrente es la aseveración de que un retiro de Chile de dicho tratado sería “contrario a la tradición de respeto que tiene Chile al Derecho Internacional”. Nada más vago y carente de fundamento. Si existe un ranking de países de acuerdo al mayor o menor respeto que tiene cada uno al Derecho Internacional, así como una relación causa efecto entre la denuncia de tratados y el respeto al derecho, nos gustaría conocer los detalles. Aceptar ese argumento equivale a sostener que la mayor parte de los países miembros de la OEA (que se mantienen al margen del “Pacto de Bogotá”), no respetan el Derecho Internacional.
La denuncia del Pacto por parte de Chile se puede fundamentar con sólidos argumentos jurídicos extraídos de la experiencia recogida por la evolución que ha experimentado su aplicación, en el sentido contrario a sus objetivos originarios.
Otra aseveración que suelen esgrimir quienes se manifiestan contrarios a la denuncia del Pacto es lo que apuntan como un eventual “daño al prestigio y la imagen internacional de Chile”. Nuevamente, nadie puede explicar cómo puede ser dañina para el prestigio y la imagen de un país la decisión de retirarse de un tratado, que ni siquiera representa a la mitad de los países de la región. En nada puede afectar la imagen de un país si decide dejar de mantenerse atado, ad aeternum, a un sistema que se opone a sus intereses vitales. La evidencia recogida de los países que se han retirado del Pacto demuestra la falacia de esa línea argumental. El retiro o denuncia del Pacto está reglamentado en el mismo texto del acuerdo, por lo demás.
Finalmente, nos encontramos ante el argumento que sostiene la inconveniencia de que Chile se prive de este sistema de solución pacífica de controversias, por una supuesta “situación de desprotección en la que quedaría el país ante circunstancias no previstas” (e indeterminadas). Ese argumento, que sugiere la posibilidad de una “peligrosa incertidumbre” en el futuro por el hecho de dejar de pertenecer al “Pacto de Bogotá” es un argumento que no admite el menor análisis a la luz de la experiencia directa de Chile. El argumento se cae por sí solo, al omitir el hecho de que existen múltiples instrumentos internacionales disponibles como métodos de solución pacífica de controversias, al margen del “Pacto de Bogotá”, que sólo es aplicable a poco más de una docena de países.
A modo de ejemplo, la situación más cercana a un conflicto bélico que ha tenido Chile en el último siglo fue la tensión que estuvo a punto de llevarnos a una guerra con Argentina. El conflicto se pudo evitar gracias a un proceso de mediación conducido por El Vaticano, convenido bilateralmente por Chile y Argentina. La evidencia histórica demuestra que la situación más riesgosa que ha enfrentado Chile como amenaza a la paz vecinal (objetivo prioritario del “Pacto de Bogotá”), fue superada eficientemente y a plena satisfacción de las partes, por una mediación totalmente ajena al “Tratado Americano de Solución de Controversias”. Como la mediación, siempre estarán disponibles otros medios de solución pacífica de controversias, como son el arbitraje, los buenos oficios e incluso la concurrencia voluntaria a la Corte Internacional de Justicia.
En el curso del último decenio, se ha planteado con creciente frecuencia la conveniencia de denunciar el “Pacto de Bogotá”, pero la decisión se ha venido postergando mas allá de lo que el interés nacional reclama. En el intertanto, los hechos han dado la razón a quienes proponen la necesidad de retirarse de un mecanismo que opera en contra de nuestros intereses permanentes. El factor clave es que la decisión de mantener al país ligado al “Pacto de Bogotá” o retirarnos de él debe tener como foco prioritario los intereses superiores del Estado. Cuando se ponen en la balanza argumentos tan poco consistentes como “eventual daño al prestigio internacional”, teniendo como contrapartida amenazas directas contra la soberanía territorial, la decisión no puede ir sino a favor del “realismo con denuncia”. Es evidente cómo la política exterior chilena se ha visto secuestrada por una secuencia de demandas que muestra señales claras de continuar manteniéndonos con las manos atadas, de no mediar un retiro de Chile de ese tratado.
Es de la mayor prioridad adoptar una resolución definitiva respecto de este asunto. Tomar una decisión compatible con la defensa de los intereses nacionales permanentes, es una obligación que no admite más postergaciones. Se debe evaluar con objetividad los argumentos, teniendo presente los requerimientos de los intereses prioritarios de la Nación. Chile ha perdido ya ocho años en La Haya. No podemos darnos el lujo de continuar abriendo flancos para amenazas contra nuestra soberanía ni postergar indefinidamente una agenda internacional de futuro por no adoptar una decisión cuya urgencia apremia.
Jorge Canelas, cientista político y embajador (r).
*Hechos y números:
- Menos del 10% de los países del mundo aceptan la concurrencia obligatoria a la Corte Internacional de Justicia para resolver sus disputas internacionales (esto se llama resguardo de soberanía, pues la mayoría tiene libertad para escoger el mecanismo de solución de controversias que más le acomode a sus intereses).
- Menos de la mitad de los países miembros de la OEA (14 de 35) se mantienen adheridos al “Pacto de Bogotá” (mal se puede hablar de “sistema regional” de solución de controversias).
- La Corte Internacional de Justicia ha interpretado el Art. VI del “Pacto de Bogotá” de una manera absolutamente contraria a lo que los signatarios buscaban resguardar, lo que abre un flanco de vulnerabilidad a los países como Chile, que no tienen reclamos territoriales y favorece a países como Bolivia y Perú, que si los tienen, respecto de territorio chileno.
- El “Pacto de Bogotá”, tratado destinado a asegurar la utilización de medios de solución pacífica de controversias y evitar amenazas a la Paz, ha sido utilizado por nuestros vecinos para, en un caso, intentar “hacer desaparecer” acuerdos vigentes (delimitación marítima) y en el otro obtener un reconocimiento de la CIJ a acuerdos inexistentes (obligación de negociar soberanía).
- El “Sistema Interamericano”, es decir, la Organización de Estados Americanos, paraguas bajo el cual se inscribe el “Pacto de Bogotá” se debate entre la inoperancia y la irrelevancia. Ha estado, de hecho, marginado de todas las grandes crisis que han amenazado la paz en la región en su historia reciente. No tuvo parte alguna en el conflicto entre Ecuador y Perú, como tampoco en el que casi enfrentó a Chile con Argentina. En nuestros días, se mantiene al margen de los acontecimientos que se agravan día a día en Venezuela, a pesar de la existencia de la Carta Democrática suscrita en el 2001.
- La disyuntiva entre mantenerse obligado por un tratado multilateral a concurrir compulsivamente a una Corte determinada o decidir libremente que mecanismo de solución de controversias utilizar para cada caso o eventual disputa internacional, marca la diferencia entre un Estado que mantiene el control de sus decisiones soberanas y otro que no lo hace. Este es uno de los argumentos más sólidos que refrenda la necesidad de denunciar el “Pacto de Bogotá”, en defensa de nuestra soberanía.
FOTO: PABLO VERA LISPERGUER/AGENCIAUNO