Impresiona cómo los medios y las redes sociales van a la forma del reciente censo 2017: que faltaron personas por censar; que la comunidad de Temucuicui se negó a participar; que censistas presentaron licencia médica para no realizar el trabajo, etc. Sí, son datos objetivos del proceso, pero todos subsanables y ya fueron anunciadas las medidas para hacerlo.
Lo que no es subsanable es lo que encontramos en el fondo del Censo y que lleva a cuestionarse para qué fue realizado. Cabe recordar que el proceso se llevó a cabo por los errores que tuvo el de 2012, cuando Sebastián Piñera estaba en el poder. En esa oportunidad se realizó una encuesta que medía diferentes ítems para poder visualizar la realidad del chileno en ese minuto y, así, inspirar las políticas públicas. Pero falló. Finalmente, se decidió que el proceso no cumplía con los estándares mínimos exigibles para un censo.
Ahora, en abril de 2017, grande fue mi sorpresa cuando el encuestador se instaló en el living de mi casa para saber cuántos éramos, edades, y nivel de estudios. Eso fue todo, porque ni el material de la casa lo preguntaron. ¿Habrán sido cinco minutos? Máximo. Quedé desconcertada.
Entonces, la pregunta clave aquí es: ¿Vale la pena paralizar a un país un día completo y cuya baja en la actividad económica se verá reflejada en el IMACEC? ¿Vale la pena, cuando se destinan 50 mil millones de pesos para el proceso (en 2012 costó 31 mil millones)? ¿Vale la pena movilizar y alimentar a cerca de medio millón de censistas? Tiendo a pensar que no, más cuando las preguntas pueden responderse cruzando datos de diferentes organismos, tal como lo hacen Dinamarca, Suecia, Austria, Finlandia y otros países.
“Es que es un censo abreviado” –me dicen-. Yo me pregunto ¿De qué sirve un censo abreviado si no va a usarse para definir políticas públicas? ¿O es acaso que se hizo así porque sí hay información del censo 2012 que puede ser utilizada y no se quiere reconocer?
De lo contrario, se debió incluir preguntas como: ¿Utiliza la red Samu? ¿Cuánto tiempo le toma ir al trabajo? ¿Es usuario habitual del Transantiago? ¿Qué le mejoraría? ¿Usa calefacción en invierno? ¿De qué tipo? ¿Profesa alguna religión? ¿Cuál? ¿Tienen internet en su casa? Etc.
Habrían sido no más de 10 minutos y la información sería valiosísima. Claramente, aquí se farreó una oportunidad en la que perdemos y pagamos todos. Como el caso de José Díaz (56), cuya opinión fue publicada en un medio de comunicación: “El censo fue una oportunidad desaprovechada para plantear una serie de inquietudes. Fue súper breve para lo que yo esperaba. Las preguntas eran muy vagas, además. Pensé que iban a incluir más temas. Finalmente, es un control de la natalidad. En mis tiempos preguntaban si tenía televisor, luego computador y otras cosas. Esto pudo ser una oportunidad para averiguar qué pensamos de la salud, la educación, de la calidad de vida. Y no hubo nada de eso”.
Lo que sí hubo fue el gasto de 81 mil millones de pesos, entre ambos censos, para obtener información deficiente en 2012, y mínima en 2017.
Rosario Moreno C., periodista y licenciada en Historia UC