Los discursos del mundo económico también se mueven en torno a tabúes. Un tabú de proporciones parece haberse asentado, entre ejecutivos y empresarios, en relación a la idea de que los delitos económicos sólo configuran actos de bagatela o de mera disfuncionalidad, al punto que cualquier duda de aquello representa una “desubicación” del interlocutor. Un desliz del ejecutor de estas conductas jamás podrá, según una reciente expresión pública de aquel tabú, ser calificado de “peligro para la sociedad”. Un segundo tabú, probablemente surgido del alto aprecio con que los agentes económicos se valoran a sí mismos, lo representa la exagerada idea de eficiencia de la autorregulación para garantizar el funcionamiento de los mercados. Pero quizás, el más reciente de los tabúes (manifestado recientemente por asesores jurídicos privados agrupados en el colegio de la orden) está radicado en la idea de ineficiencia y falta de necesidad del derecho penal para prevenir las conductas colusorias. Una prueba de aquello, señalan algunos, lo representa el reciente veredicto del cuarto tribunal de juicio oral de Santiago en el caso farmacias, que absolvió a sus ejecutivos. Mi tesis: dichos tabúes, incompatibles con el mundo moderno, se han quebrantado con el caso farmacias.

Que el derecho penal ha sido históricamente ineficaz para la persecución de los delitos económicos, no cabe duda alguna. Lo anterior no lo explica sólo la naturaleza del delito, sino más bien el vetusto e ineficaz sistema inquisitorio vigente en aquella época. Incluso un homicidio y un hurto resultaban ser de difícil persecución. Precisamente aquella fue, entre otras, la consideración que tuvo nuestro legislador para eliminar las sanciones penales a las conductas anticompetitivas existentes (DL. 211 de 1973 y Decreto Ley N° 2.059 de 1977) y optar por fortalecer el régimen sancionatorio administrativo, creando instituciones especializadas como la Fiscalía Nacional Económica, o el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (Ley N° 19.911, de 2003), o la introducción de figuras como la delación compensada que permitiría una eficiente persecución de las infracciones a la libre competencia (Ley N° 20.361 de 2009, que modifica el DFL N°1, del ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, de 2005, sobre Tribunal de Defensa de la Libre Competencia). El caso de la colusión de las farmacias demostró que la decisión estructural no había sido equivocada, sino sólo incompleta.

La ciudadanía –a diferencia de aquellos ejecutivos que siguen los mencionados tabúes– valoró, sin embargo, las conductas colusorias en mercados de bienes de primera necesidad (pollos y medicamentos) como “merecedoras del máximo reproche ético-social” que dispone un estado de derecho: el penal. Así también lo entendió el Ministerio Público y el gobierno. El Ministerio Público, frente a dicha situación, decidió perseguir a los ejecutivos de la farmacias (caso que había culminado exitosamente en sede administrativa) echando mano al art. 285 del Código Penal, único tipo penal vigente y que tenía cierta potencialidad de abarcar acuerdos de precios entre competidores. Mientras que el actual gobierno, haciendo eco de aquella valoración ciudadana, presentó un proyecto de Ley que, entre otras cosas, reintroduce la amenaza penal a la colusión e intenta mantener la eficiencia demostrada por el sistema administrativo sancionador, limitando el ejercicio de dicha acción penal y reconocimiento de la figura de la delación compensada.

El caso del Ministerio Público no sólo demuestra una decisión arriesgada, sino que además la pretensión adicional de demostrar su capacidad técnica para lograr los estándares probatorios penales. Lo que, por cierto, logró a juzgar por el contenido “real” de la sentencia. Los problemas de la decisión del Ministerio Público radicaban, sin embargo, esencialmente en la dificultad de aplicación del tipo penal a las conductas colusorias. Mientras una tesis planteaba una derogación tácita del art. 285 (J. P. Matus) luego de la Ley N° 19.911, de 2003 –la que no logró convencer a los jueces–, las tesis centrales se debatían en si el acuerdo de precios entre competidores era abarcado efectivamente por el injusto del delito del Código Penal. En concreto, se debatían dos tesis: si el injusto está radicado sólo en la afectación de precios como consecuencia de maniobras engañosas o fraudulentas en un sentido decimonónico (ej. difusión de noticias falsas) (A. Bascuñán) o también abarcaba los acuerdos de precios entre competidores (H. Hernández) en un sentido del anti trust moderno. El Tribunal Oral en lo Penal optó por la primera tesis; no obstante tener por probado los mismos hechos sancionados en materia administrativa (esta vez con el estándar penal), decidió que estos no configuraban el delito imputado.

¡No hay nada que celebrar por parte de los defensores de los tabúes económicos! Más bien todo lo contrario. El Ministerio Público ha demostrado capacidad para alcanzar el estándar probatorio penal. El sistema procesal penal cumplió las expectativas de desarrollar un juicio oral en un tiempo razonable (e, incluso, lograr condenas en un juicio abreviado) y el poder judicial demostró la capacidad para comprender complejos casos económicos.

El caso farmacias ha demostrado, en sus distintas manifestaciones, que la sociedad chilena no está dispuesta a renunciar a la sanción penal, ni menos al contenido privativo de reproche ético-social que ésta representa, en casos graves de acuerdos de precios entre competidores. Los efectos de aquellas conductas para la vida diaria de los chilenos son relevantes. Por ahora, una vez puesta la lápida a los tabúes económicos por la sociedad chilena, sólo falta que el poder legislativo encuentre los mecanismos adecuados para compatibilizar dicha expectativa y la eficiencia demostrada por el sistema administrativo sancionador.

 

Gonzalo García, Doctor Universidad Freiburg y académico Facultad de Derecho Universidad de los Andes.

 

 

 

FOTO.VICTOR PEREZ/AGENCIAUNO

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