Señor Director,

Hoy 13 de julio, hace exactos 25 años, un joven concejal de 29 años por el poblado de Ermua, País Vasco, moría asesinado por el grupo terrorista ETA. Otro muerto, ¿qué más da? -podrá recordar el lector cómo rezaba la canción que popularizó Mecano a fines de aquella década. Y es que la muerte de Miguel Ángel Blanco ni fue otra más, ni dio igual. Muy por el contrario, esta sentó el punto de inflexión ante el cual la sociedad española se unió con brío y convicción contra la violencia y el desamparo que la misma abraza consigo. 

Aquellos aciagos días de 1997, miles de ciudadanos de toda España salieron a la calle con sus manos en alto pintadas de blanco demostrando su inocencia ante la acción violenta y su hastío de vivir entre ese terror que ya no estaban dispuestos a soportar. Agentes de la Ertzaintza, policía local vasca, se quitaban las máscaras que cubrían y protegían su identidad, mostrando por primera vez sus rostros ante las cámaras y la opinión pública: ya no tenían miedo y sintieron la necesidad imperiosa de dar la cara ante la voracidad de los acontecimientos. Organizaciones sociales y políticas que habían optado por el camino de la vacilación y la ambigüedad para referirse a ETA y el autonomismo y separatismo vascos tomaron una posición clara de trabajar unidas para detener el martirio de plomo y pólvora en el que se sumía el conjunto de la sociedad española, y no solo vasca, desde hacía décadas. Es lo que se llamó el espíritu de Ermua. 

No podemos esperar a vivir nuestro propio Miguel Ángel para reaccionar ante la polarización, la violencia y el terror. Es precisamente el rol de quienes optamos por la moderación y la concordia como las formas de tender puentes y establecer diálogos, quienes debemos recordar a quienes nos rodean que la paz, la democracia y la libertad no son valores que nos vienen dados, que debemos trabajar por ellos y construirlos día a día sin miramientos, vacilaciones o ambigüedades. 

En días en los que grupos armados son explícitos al recalcar que cualquier cambio institucional será insuficiente de cara a sus propósitos arteramente camuflados bajo reivindicaciones territoriales, y en los que colectivos políticos justifican la violencia bajo la pátina de la lucha contra la inequidad y la injusticia, debemos ser firmes en reconocer que es únicamente a través del trabajo de la sociedad en su conjunto lo que nos va a permitir resolver las múltiples desigualdades que provocan descontento y, por cierto, hastío entre la población.

El proyecto constitucional sobre el que tomaremos una decisión el próximo 4 de septiembre se aleja de aquella ilusión de colaboración conjunta de la sociedad al acentuar nuestras diferencias, buscando enmendar errores del pasado a través de crear subrepticiamente ciudadanos con potestades jerárquicamente disímiles en cuanto se refiere a la toma de decisiones colectivas, atentando directamente contra ese principio de igualdad que -aquel ya lejano 25 de octubre de 2020- la incontestable mayoría de los chilenos anhelaba implantar y defender. 

No es a través de la creación de múltiples estamentos incongruentes e incompatibles entre sí que lograremos combatir la inequidad y desigualdad inherentes a nuestro orden social actual, sino que mediante el genuino diálogo que comience desde aquella moderación, sazonada con algo de idealismo y potenciada con perspectiva de largo plazo, que tanto nos enorgullecía ante el mundo al recomenzar nuestra vida democrática en 1990. 

Vencer a la violencia con las armas de la paz. Así cantaba Chile el 5 de octubre de 1988. Es ese también el espíritu de Ermua. Sin imposiciones, con consensos. Sin divisiones tendientes al rencor, con diálogo y sincera voluntad de oír. Sin pasiones desmedidas, con razón crítica. Sin beneficios personales o de grupos reducidos, con el genuino afán de establecer un nuevo pacto social que fortalezca nuestras instituciones, nuestra forma de relacionarnos y una duradera convivencia en democracia y en libertad. No vaya a ser que, a la luz de alguna tragedia irremediable, nos miremos a los ojos y nos demos cuenta de que ya es demasiado tarde para enmendar el rumbo. 

Raimundo Gana Ortega

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