Al igual que incontables conquistadores españoles que murieron en las impenetrables tierras selváticas de Guyana, Brasil, Colombia y Venezuela buscando el fabuloso “El Dorado”, donde esperaban encontrar más oro que el que imaginaban posible, los inversionistas del siglo XXI creen haberlo encontrado en las redes del bitcoin. Independientemente del resultado, si es que lo hay, esta moderna sed de riqueza ha resuelto una quimera comparable con la de El Dorado, que ha sido la búsqueda, por más de 5000 años, de una forma de registrar datos que no pueda ser alterada o reinterpretada: el mítico «registro inalterable».
Hammurabi, para hacer imperecedero su código, ordenó tallarlo en piedra, dejando una en cada plaza central de las principales ciudades del Reino de Mesopotamia. Debemos agradecer a los pedreros de Babilonia que hoy todavía podamos leer una de ellas, 3.600 años después, para maravillarnos de la avanzada conceptualización de sus 282 leyes, incluyendo la presunción de inocencia. Sin embargo, los datos escritos en piedra son poco manipulables, lentos de escribir e imposibles de procesar. Los usos cotidianos obligaron a registrar los datos en medios menos perecederos, tales como frágiles tabletas de arcilla o en delgadas láminas de fibra vegetal, desarrolladas como rollos por los egipcios y luego estandarizadas como hojas por los chinos.
3000 años después ingresa el dato digital, primero en las cintas de papel del telar de Jacquard o las tarjetas perforadas de Hollerith. Todos perecibles y adulterables. Lo mismo pasa con el dato magnético u óptico, base del desarrollo informático de la segunda mitad del siglo pasado y de la revolución cognitiva de las primeras dos décadas del siglo XXI.
Pero ninguno ha resuelto el problema de almacenar los datos en un registro inalterable. Hasta ahora.
La comunidad tecnológica había asumido que desde septiembre de 2002, después de la bullada aniquilación del sitio de descarga de música «www.napster.com», las redes de computadores operando en modalidad peer‑to‑peer (P2P) estaban relegadas al desván de las curiosidades sin destino. Esto cambió en octubre de 2008 cuando, firmado bajo el pseudónimo de Satoshi Nakamoto, se hizo público en la WEB un documento con el diseño detallado del primer “Blockchain”, definido como una base de datos pública, desarrollable en código abierto, distribuida y sincronizada (con P2P) en miles de computadores. Accesible por todos y vulnerable ante nadie. El diseño tenía por objetivo almacenar y procesar los saldos de las criptomonedas, dejando el camino abierto para la creación del Bitcoin.
Blockchain buscaba resolver dos problemas. El primero era muy simple, impedir que el saldo fuera gastado más de una vez. El otro era más interesante: que nadie fuera dueño exclusivo de los datos de saldos, que no hubiera un intermediario a quien preguntarle antes de que cualquiera pudiera gastar su dinero, es decir, que los datos pudieran ser utilizados y modificados en múltiples lugares, en tiempo real, sin un intermediario que tuviera que autorizar cada transacción en forma previa.
Blockchain resolvió elegantemente ambos problemas con la inscripción de cada transferencia de dinero en este registro distribuido que, mediante el uso masivo de criptografía y su condición de estar replicado miles de veces, era más inviolable que tallar una piedra, como lo hizo Hammurabi. De pasada, eliminó el carácter de fungible al dinero administrado. Cada uso puede ahora ser trazado hasta el origen.
Siete años después, el semanario The Economist le dedicó su portada bajo el título “La máquina de la confianza”. Dio en el clavo, porque la transformación originada por Blockchain, como tecnología neutra aplicable a la solución de diversos problemas, es la redefinición de lo que entendemos por confianza en el mundo transaccional.
Las capacidades tecnológicas de Blockchain nos enfrentan a una pregunta clave: ¿cuál es el precio justo que debemos pagar para confiar el uno en el otro? No olvidemos que cotidianamente pagamos múltiples comisiones bancarias, financieras y transaccionales. También le pagamos al Gobierno con la moneda más valiosa del ser humano -nuestro tiempo- para que registre, verifique y confirme todo tipo de datos que el Estado ha impuesto como esenciales para vivir en sociedad. Gastamos dinero en abogados, notarios, conservadores, etc. porque dudamos de cómo se comportarán otras personas. Todos estos “intermediarios aseguradores de la confianza” son parte del mundo institucional que está masivamente desafiado por Blockchain.
Como toda tecnología emergente, muchas de estas ideas suenan hoy ambiciosas, arriesgadas y radicales. Puede haber todavía mucha exageración. Varias iniciativas van seguramente a fallar. Lo que no está en duda es que Blockchain hará desplomarse el precio que pagamos por confiar. Los terceros incumbentes que nos cobran actualmente para facilitar nuestra confianza -sean agentes, árbitros, vigilantes, conservadores, notarios o custodios- tendrán que demostrar su valor cada vez con más fundamento. De lo contrario, serán reemplazados por un registro inalterable e inmutable, basado en este emergente estándar tecnológico.
Sería erróneo estimar que Blockchain será solamente una moda tecnológica pasajera. Simplemente se está moviendo a través del mismo ciclo de exageración inicial que otras grandes innovaciones han hecho antes. Todo parte con expectativas muy infladas, seguidas por un gran valle de la desilusión, para anclar definitivamente en su lugar. Al final de la próxima década, Blockchain será como es hoy la Internet. Nos preguntaremos cómo funcionaba la sociedad sin ella. Si Internet transformó la forma en que compartimos información y nos relacionamos entre nosotros, Blockchain transformará la forma en que intercambiamos valor y definimos en quién confiar.
No importa cuánto dinero ni cuántos inversionistas van a ganar -o perder- en Bitcoins, porque la contribución estructural de Satoshi Nakamoto, quién quiera que sea, es su aporte en quitarle al registro inalterable su condición de quimera y transformarlo en una capacidad explotable mediante sistemas de información.
“Nada es más poderoso que una idea cuyo tiempo ha llegado” – Víctor Hugo.
¡Salud Satoshi! El sitial ya está ganado.
Osvaldo Schaerer, consultor