El pasado 28 de marzo la subcomisión de Sistema Político discutió acerca de la llamada “paridad de género”. ¿Debe la paridad ser un principio constitucional? ¿Debe la paridad, desde el punto de vista electoral, ser de entrada o de salida?
Como sabemos, la propuesta constitucional de 2022 introdujo la paridad, al mismo tiempo, como un principio constitucional y como un mecanismo electoral. En este segundo caso, se trató de una paridad de entrada y de salida. Hay que recordar, además, que tanto los miembros del anterior proceso constituyente (de 2021-2022) como los del actual (de 2023) fueron y serán elegidos, respectivamente, bajo una regla tanto de paridad de entrada como de salida. Esto último quiere decir que, si mujeres u hombres no alcanzan el 50% de los escaños, algunos miembros más votados deberán ser reemplazados por otros menos votados.
Si bien puede entenderse que este mecanismo se establezca para la elaboración de una nueva Constitución que, como en el caso chileno actual, apunta a resolver una crisis política, surge la pregunta sobre su conveniencia para tiempos de normalidad institucional. A través de esta columna, defenderé la paridad como principio y como mecanismo electoral de entrada, pero rechazaré la paridad de salida o de resultados.
Antes de ello, es importante aclarar que existen dos grandes sistemas de cuotas de género: a) cuotas de candidaturas, que operan al momento de la nominación de las listas electorales; y b) cuotas de escaños reservados, que actúan al instante de la nominación de los asientos mediante, eventualmente, un mecanismo de “corrección”. Dicho esto, también resulta relevante señalar que la paridad de resultados es una variante de las cuotas de escaños reservados porque, precisamente, opera al final (y no al principio) del proceso electoral.
Aclarado lo anterior, creo primero importante decir que, en cuanto principio, la paridad de género es un concepto que vale la pena ser rescatado. Desde este punto de vista, la paridad apunta a alcanzar una participación balanceada entre mujeres y hombres, la que no necesariamente debe entenderse de un modo matemático, por ejemplo, con un piso de 50%. Más bien, desde esta óptica, la paridad debería comprenderse como un desiderátum o ideal normativo que dispone que mujeres y hombres, especialmente las primeras (por razones obvias), deben ser tratadas como iguales o pares, y no de un modo jerárquico. En este sentido, la paridad debería incluirse en un primer capítulo, sobre principios o fundamentos constitucionales, pero no haciendo referencia a la dimensión electoral o cuantitativa.
En segundo término, la paridad puede ser mucho mejor defendida como un acelerador o vía rápida hacia la paridad que como una imposición inmediatista. Para que sea lo primero y no lo segundo, la paridad puede entenderse como cuotas de candidaturas más que de escaños reservados. Y, además, no necesariamente bajo un sistema “Arca de Noé” (50/50%). Por ejemplo, un piso de 40 % en las candidaturas podría, incluso, ser mucho mejor para las mujeres, porque el techo ya no será de un 50 %, sino de un 60 %.
Pero lo más importante de todo es que si se pone el foco al comienzo del proceso electoral (y no al final) se pone, al mismo tiempo, la vista en las causas de la discriminación. En otras palabras, sólo de este modo es posible “atacar” el machismo o patriarcalismo histórico de los partidos políticos. En cambio, resulta mucho menos claro que, a través de una paridad forzada en la salida, pueda pensarse en un proceso de cambio cultural, que busque valorar la presencia de las mujeres en los espacios de poder.
Por otra parte, desde una perspectiva teórica, pero con importantes implicancias prácticas, la paridad de entrada (independientemente del porcentaje) se aviene mucho mejor con la democracia liberal que la paridad de resultados.
La democracia liberal, que puede ser calificada como una “conquista de civilización”, supone un sistema de representación no ya basado en identidades o grupos sociales, sino en proyectos globales de sociedad. En efecto, sólo desde fines del siglo XVIII -y en Latinoamérica durante la centuria siguiente- la representación política comenzó a ser entendida bajo un prisma universalista.
En cambio, quiérase o no, la paridad de resultados se acerca mucho más a la idea de la representación sustantiva o corporativa, que parte de la base de que los miembros de una identidad o grupo social son mucho representados por miembros de esa misma identidad o grupo social. Por ejemplo, bajo este paradigma, se cree que los indígenas serían mucho mejor representados por indígenas que por no-indígenas. Esta es, precisamente, la razón que apunta a justificar la existencia de escaños reservados para los pueblos originarios.
Lo mismo, mutatis mutandis, aplicaría para las mujeres. Los defensores (y, sobre todo, defensoras) de la paridad de resultados dicen o tienden a decir que a mayor cantidad de mujeres (representación descriptiva) mejora el posicionamiento de una supuesta “agenda de las mujeres” (representación sustantiva). Pero, además de que esto, como ya hemos visto, resulta problemático con respecto a la democracia liberal, también resulta complejo respecto del feminismo.
¿Por qué? Porque el feminismo (en cualquiera de sus variantes) se ha afincado en el lema “la biología no es destino”. ¿Qué significa esto? Que el hecho de haber nacido mujer no debería traducirse en roles de género predeterminados, como los de madre y esposa. Pero, así como la biología no es destino en el espacio doméstico, tampoco debería serlo en el espacio público. El hecho de ser mujer no debería ser una “garantía” para un buen desempeño en la política.
Obviamente, tampoco para los hombres. Y precisamente por eso es que resulta mucho más conveniente enfrentar la cultura política de la discriminación, que opera al comienzo del proceso electoral, en el seno de los partidos políticos, más que imponer la paridad al final de ese proceso, por la fuerza de la ley. Dicho de otra forma, resulta mucho más adecuado mirar la paridad como proceso desencadenado (gracias a las cuotas de candidaturas) que como meta garantizada (gracias a la paridad de salida).
En suma, bienvenida sea la paridad. Pero más como principio que como cifra. Y en el plano electoral, más como acelerador de los cambios que como imposición de los mismos. Bajo este prisma también, bienvenida sea la paridad como cuotas de candidaturas, sea o no del 50%. Y, sobre todo, bienvenida sea la paridad como compatible con la democracia liberal y con el feminismo.