El próximo 10 de Enero Nicolás Maduro comienza un nuevo e ilegítimo período “presidencial” de seis años al frente del régimen chavista, desde 1999 en el poder, algo que debería significar más que una simple preocupación para la política exterior latinoamericana. Se trata de un hecho muy grave para Venezuela, para el continente y para el mundo.

Hablar hoy sobre la crisis venezolana es un tema obligado no sólo en América, sino prácticamente en todo el orbe. Sin embargo pareciera que en toda conversación, en todo foro, en toda reunión en que se plantea el tema de Venezuela y las posibles soluciones a su catástrofe política, económica y social, se llega a una suerte de resignación o impotencia por no vislumbrar una salida clara y definitiva a la crisis. Este mismo estado de desesperanza prevalece en la mente de la mayoría de los venezolanos.

Algunos estudios sostienen que los venezolanos que ya salieron, estimados en cerca de 3 millones a fines de 2018, podrían duplicarse en el mediano plazo.

No es necesario ser versado en derecho, economía, política u otras ciencias sociales para reconocer que el pueblo de Venezuela está sometido a una dictadura salvaje, carente de cualquier legitimidad, la cual ha violentado prácticamente todas las normas fundamentales del estado de derecho democrático. Este pueblo –el ente del que emana toda legitimidad y soberanía– hoy huye por millones de su propio territorio, desplazado por la tiranía de Maduro, Cabello, Rodríguez, Padrino y demás cómplices.

Algunos estudios sostienen que los venezolanos que ya salieron, estimados en cerca de 3 millones a fines de 2018, podrían duplicarse en el mediano plazo, lo que significaría un impacto sin precedentes para Colombia y Brasil, los principales países receptores, y un problema muy serio para otros países como Panamá, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, España y EEUU, donde la migración venezolana, en mayor o menor medida, ya genera una tensión interna compleja de gestionar.

Aún con la catástrofe en sus narices y con una creciente presión internacional, el gobierno de Maduro –controlador de todos los poderes del Estado, incluyendo el electoral– ha optado por acrecentar su estrategia negacionista y de victimización, acompañada de elecciones fraudulentas que buscan dar barniz democrático a la dictadura. Mientras tanto, con el apoyo del gobierno cubano, se acelera toda acción para consolidar el círculo gobernante y asfixiar cualquier tipo de disidencia.

La quiebra total de las finanzas públicas y una economía devastada tampoco han logrado frenar la dictadura, la cual –sustentada por préstamos, armamentos y recursos provenientes mayormente de China y Rusia– sigue a flote después de años de la peor corrupción y de la mayor destrucción del aparato productivo jamás vistos en Venezuela, responsabilidad del chavismo. Más grave aún, múltiples fuentes sostienen que algunos o varios altos cargos del ilegítimo gobierno venezolano mantendrían soporte y colaboración estrecha con el narcotráfico, las guerrillas internacionales y el crimen organizado.

Pero el tiempo pasa. El Grupo de Lima pasa. La OEA pasa. Maduro continúa. Y la crisis humanitaria y migratoria de millones de venezolanos también.

La comunidad internacional –y en especial los países americanos– deben tomar una decisión. Con el tiempo la crisis solo puede empeorar cada día más.

Ya no hay más eufemismos posibles: Venezuela está técnicamente secuestrada por un grupo criminal, carente de toda legitimidad, que sostiene una de las peores crisis humanitarias del siglo XXI, y que no quiere dialogar ni entregará el poder bajo ninguna condición o circunstancia. La evidencia demuestra que estos verdaderos secuestradores de su pueblo sólo dialogan para ganar tiempo y consolidarse más. Ante esto, la comunidad internacional –y en especial los países americanos– deben tomar una decisión. Con el tiempo la crisis solo puede empeorar cada día más.

Ante este escenario de violación flagrante de los derechos humanos del pueblo venezolano, subyugado e indefenso, forzado al exilio por la falta de alimentos, medicinas y una violencia desatada –y habiéndose virtualmente agotado todo diálogo posible con la dictadura– considerar el uso de la fuerza en el marco de una intervención humanitaria resulta absolutamente legítimo y necesario en aras de proteger a los propios venezolanos de la tiranía que los oprime. Esta es una responsabilidad de la comunidad internacional que está consagrada en distintos documentos de carácter oficial. Tal como lo establece el Informe de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados (ICISS) formada en Canadá, año 2001: “Cuando la población esté sufriendo graves daños como resultado de una guerra civil, una insurrección, la represión ejercida por el Estado o el colapso de sus estructuras, y ese Estado no quiera o no pueda atajar o evitar dichos sufrimientos, la responsabilidad internacional de proteger tendrá prioridad sobre el principio de no intervención”. De la misma forma, la Resolución aprobada por la Asamblea General de la ONU el 24 de Octubre de 2005, en sus apartados 138, 139 y 140, se refiere a la responsabilidad de la comunidad internacional de proteger a las poblaciones que sufren una vulneración continua y sistemática de sus derechos humanos.

Entre otras cosas, se debe exigir la disolución de la Asamblea Nacional Constituyente de 2017 –órgano constituido ilegalmente– y la derogación de toda jurisprudencia creada o avalada por ésta, y reconocimiento de la Asamblea Nacional de 2016 como único órgano legítimo del poder legislativo de Venezuela.

De esta forma, se hace apremiante la conformación de una coalición internacional humanitaria, con respaldo militar, que esté liderada por los países sudamericanos de vocación democrática. Esta coalición deberá exigir al gobierno de Maduro cuatro acciones inmediatas: 1. Creación de canales humanitarios para envío de alimentos y medicinas a la población; 2. Liberación de todos los presos políticos y el restablecimiento de sus garantías constitucionales; 3. Disolución de la Asamblea Nacional Constituyente de 2017 –órgano constituido ilegalmente– y la derogación de toda jurisprudencia creada o avalada por ésta, y reconocimiento de la Asamblea Nacional de 2016 como único órgano legítimo del poder legislativo de Venezuela y, 4. Organización de elecciones presidenciales, y a continuación regionales y municipales, supervisadas por organismos internacionales, y en las que venezolanos de todo el mundo puedan participar. La negación de Maduro a cumplir cabal e incondicionalmente con estas cuatro acciones, activaría una intervención humanitaria de la coalición para asegurar la ejecución de estas cuatro medidas, mientras asume el nuevo gobierno venezolano escogido en genuina democracia. Es importante resaltar que el nuevo gobierno deberá contar con el apoyo y acompañamiento de la comunidad internacional, hasta que logre consolidar las bases de transición a un estado de orden constitucional y democrático.

Desestimar la gravedad de los efectos actuales y venideros de la crisis venezolana podría tener consecuencias devastadoras para la región y para el mundo. Las naciones democráticas de toda América aún están a tiempo de liderar un cambio que permita recuperar la vida y dignidad de los venezolanos y estabilizar la inmigración en la región. Después será tarde.

 

FOTO: SEBASTIAN BELTRÁN GAETE/AGENCIAUNO