Daniel Mansuy y Matías Petersen han publicado un libro titulado F. A. Hayek, dos ensayos sobre economía y moral (Santiago: IES Chile, 2018), que contiene el artículo “Historia y política en el pensamiento de Friedrich Hayek”, en el que el primero presenta una dura crítica al libro Derecho, legislación y libertad, que el autor austríaco publicara en la década de 1970. Sin embargo, Mansuy no critica sólo a Hayek, sino también al liberalismo en general como doctrina política.

 

Pero la diatriba de Mansuy en contra de Hayek y del liberalismo tiene una explicación que se deja entrever a lo largo de todo su ensayo: la puesta en práctica del proyecto político liberal —de acuerdo a la especial comprensión que tiene de él— nos llevaría, básicamente, a la destrucción de los “vínculos comunitarios sólidos” que permiten el florecimiento de un necesario “sentimiento nacional”. El liberalismo implicaría, pues, un peligro para la cohesión nacional.

 

Es bien evidente que la “gran sociedad” de la que habla Hayek en Derecho, legislación y libertad —o “la sociedad abierta”, como también la llama Karl Popper— se inspira en el ideal jurídico del liberalismo clásico que plantea la igualdad universal de todos los seres humanos ante la ley. Para Mansuy, sin embargo, esta idea universalista del liberalismo —que también se encuentra en pensadores ilustrados como Kant, específicamente en forma de una legislación universal— vendría a generar un fenómeno de disolución de los lazos en la comunidad: la “globalización”. Esto sucedería pues “la ampliación del vínculo de justicia hacia el extranjero conlleva necesariamente la distensión del vínculo comunitario”. 

 

La crítica de Mansuy exhibe una asombrosa similitud con los históricos ataques que ha recibido el liberalismo desde grupos conservadores; sectores que alguna vez estuvieron asociados al fascismo, pero que hoy han decantado en un fenómeno conocido en inglés como “identity politics”.

 

Y claro, Mansuy comprende bien a Hayek en este punto cuando, parafraseándolo, señala que “la restricción a las migraciones constituye un obstáculo serio para la aplicación de principios políticos liberales”. Sin embargo, el propio Mansuy tiene una opinión bastante desfavorable frente a esta idea, como lo deja entrever al lamentarse de la posición de Hayek: “Su ideal liberal no deja espacio para los sentimientos nacionales”. Reluce así en el autor chileno un nacionalismo bien claro y determinado: la búsqueda de una sociedad abierta que permita el libre desplazamiento de bienes y personas, como proponen Hayek y los liberales, pone en peligro los proyectos nacionales. Por ello, Mansuy continúa su queja señalando que Hayek “parece aspirar a un mundo sin política ni naciones, donde las fronteras sean abolidas, no haya más restricciones a los movimientos de personas, bienes o servicios […] Si la nación es un obstáculo a la aplicación de los principios liberales, el liberalismo debe abogar justamente por la desaparición del cuadro nacional”.

 

Pero Mansuy no se queda allí; acusa también al liberalismo económico de producir efectos disolutivos similares en la sociedad: “El mercado disuelve las identidades comunitarias en un orden más amplio, que a la larga puede (¿y debe?) incluir a toda la humanidad”. Según él, si aceptamos los postulados de un orden político y económico liberal –en donde el imperio de la ley sea aplicado igualitaria e impersonalmente y el libre mercado se articule sobre la base de las preferencias espontáneas de los individuos– entonces “es cuestión de tiempo para que esas identidades particulares se vayan debilitando”; y esto pues “las reglas abstractas propias del mercado tienden a distender los vínculos comunitarios”.

 

Es bastante claro que la crítica de Mansuy exhibe una asombrosa similitud con los históricos ataques que ha recibido el liberalismo desde grupos conservadores; sectores que alguna vez estuvieron asociados al fascismo, pero que hoy han decantado en un fenómeno conocido en inglés como “identity politics”, o más precisamente como “movimientos identitarios”, los cuales —utilizando una denominación que en principio se acuñó para causas de minorías sexuales discriminadas— hoy se asocian, paradójicamente, con defensas nacionalistas, religiosas y culturales de carácter colectivista, especialmente en Europa y EE.UU.

 

En efecto, el autor reproduce un discurso antiliberal muy similar al de ciertos grupos identitarios que acusan al liberalismo de romper con las identidades nacionales y de introducir un germen de decadencia en los estados modernos, germen que a la larga —tal como anuncian estos agoreros del ocaso de Occidente— terminaría por producir la destrucción de la sociedad en su conjunto. Esta reacción conservadora frente al liberalismo —que tiene claros tintes comunitaristas y colectivistas— es precisamente aquello a lo que Popper se refería en La sociedad abierta y sus enemigos, al señalar el miedo al cambio como una característica propia de la “actitud mágica” preponderante en las sociedades tribales cerradas, y que se expresa con claridad, diríamos hoy, en los movimientos identitarios de carácter historicista.

 

Mansuy cree erradamente que el liberalismo es una doctrina estéril, incapaz de producir un efecto beneficioso sobre la sociedad, pues ella no genera fines colectivos y lazos comunitarios, los que —de acuerdo a su visión de la vida política— serían completamente necesarios para la subsistencia de una “sociedad cohesionada”.

 

De hecho, el epígrafe fuera de contexto de Hannah Arendt en el comienzo del artículo de Mansuy -“es contrario a la dignidad humana creer en el progreso”- refleja con bastante claridad el miedo al cambio del que hablan tanto Popper como el propio Hayek (véase su breve texto “Por qué no soy conservador”). Esta posición supone que cualquier avance, adelanto o evolución (otra palabra que Mansuy utiliza peyorativamente más de una vez, y por la que incluso asocia a Hayek con un cierto “darwinismo social”) implicaría caer inevitablemente en un despeñadero cuyo fin es la disolución de los vínculos comunitarios e identitarios de carácter nacional.

 

Todo lo anterior deja en evidencia, a mi juicio, la equivocada comprensión que tiene Daniel Mansuy del liberalismo en cuanto proyecto político. Y esto por dos razones fundamentales. Primero, porque Mansuy cree erradamente que el liberalismo es una doctrina estéril, incapaz de producir un efecto beneficioso sobre la sociedad, pues ella no genera fines colectivos y lazos comunitarios, los que —de acuerdo a su visión de la vida política— serían completamente necesarios para la subsistencia de una “sociedad cohesionada”. Y segundo, consecuentemente, porque su propio concepto comunitarista de “sociedad” sería incompatible con el empoderamiento del individuo frente al Estado y frente a la misma sociedad, principio político que es uno de los fundamentos filosóficos del pensamiento liberal. Sin embargo, es precisamente por esta razón que el liberalismo político ha promovido la defensa irrestricta de los derechos individuales y de los derechos humanos, así como la concordia, el entendimiento, la inclusión y la paz, no sólo en términos intelectuales a través de la difusión de las ideas de la libertad y de la dignidad de los seres humanos, sino también mediante la creación de instituciones políticas que sirven (y han servido) para proteger precisamente estas libertades individuales de los abusos a los que permanentemente se ven expuestas a manos de los estados.