En una columna de opinión publicada en este diario, Felipe Schwember se refiere a “un grupo de académicos e intelectuales” a los que califica como “conservadores” o ligados al “comunitarismo”. Salvo en un caso, no los identifica, de modo que resulta difícil saber si las posiciones que les atribuye son efectivas. Atender a su columna permite hacer algunas indicaciones que, pienso, podrían contribuir a clarificar sus alcances y los términos de la eventual discusión a la que alude.

En sus consideraciones se advierte lo que podría ser una confusión entre lo que es la formulación de argumentos y críticas respecto de una posición –en este caso, el liberalismo–, y lo que llama “cargar al cuello” o un “ataque” contra ella. No son necesariamente lo mismo. Y si se atiende al texto político al que alude –el Manifiesto de Allamand, Larraín y otros–, así como a la Convocatoria Política aprobada por los cuatro partidos de Chile Vamos, se verá que son, antes que expresiones de algo así como una asonada conservadora, documentos que intentan reconocer y dar cabida a cuatro tradiciones de la derecha política, a las que, a falta de mejores nombres, se las ha llamado: liberalismo laico, liberalismo cristiano, socialcristianismo y pensamiento nacional.

Pero, ¿qué sería el “comunitarismo”? ¿Una manera de agrupar a los que, no siendo marxistas, no son calificables como nítidamente liberales? Menos que eso, el “comunitarismo” carecería de la “enjundia intelectual” del conservadurismo previo, de su asiento “en principios metafísicos”.

Schwember no se plantea la posibilidad de que sea una consideración sobre el carácter, en último término, insondable de la existencia, la que impida a ciertos autores seguir admitiendo concepciones metafísicas tradicionales. O que sea una reflexión sobre la insuficiencia de una mente finita para someter a su cálculo y control una existencia, en definitiva, excepcional, lo que conduce a una crítica de aquellas posiciones que se inclinan al polo de los conceptos y las construcciones racionales.

La banalización, que por momentos emerge en la columna de Schwember, de su eventual adversario, tendría un correlato en lo que parece ser una falta de visión en el tipo de problemas involucrados en la discusión.

Él plantea que los mentados “comunitaristas” se hallarían ante la “dificultad” de “encontrar criterios normativos sin incurrir en ‘abstracciones’”. Cualquier sujeto que tenga alguna instrucción en teoría de la comprensión sabe que los conceptos son generales (un concepto puramente concreto y singular no sería un concepto, sino un evento); que hay, por tanto, una tensión entre lo concreto del caso y la generalidad de la regla; pero que esa tensión no clausura el que pueda haber comprensiones menos abstractas que otras.

Decir que “la tradición, la costumbre, el contexto histórico, etc., no sirven por sí solas para fundar una teoría y un programa político que no quiere ser relativista”, no da, con precisión, con el problema que tienen a la vista autores que han llamado la atención sobre el significado de lo concreto. Si se admite que las situaciones en las que nos encontramos están dotadas de sentido; que no se dejan describir de modo puramente neutral; que ese sentido está vinculado a posibilidades de realización o frustración; que la decisión que se adopte respecto de esa situación se halla, en consecuencia, ante la alternativa de operar más o menos manipulativa o incluso más o menos violentamente, entonces, cabe admitir que es posible —a la vez que reconocer tal sentido en lo concreto— aceptar que hay espacio para decisiones menos manipulativas o violentantes que otras.

Schwember termina su columna ubicándome en el extremo de un colectivismo nacionalista. Tengo que pensar, entonces, que no ha leído lo que he venido escribiendo desde hace tiempo (no tiene por qué hacerlo, salvo si va a escribir sobre lo que escribo), a saber, que una comprensión política no reduccionista de la compleja existencia social, consiste en algo así como la combinación de dos principios: el republicano y el nacional. Si el republicano apunta a la dispersión del poder que busca limitar las irrupciones -precisamente- del colectivismo y proteger la libertad individual, el principio nacional se dirige hacia la integración de los diversos sectores, especialmente los excluidos.

Ambos principios, he señalado, reparan en una cierta dualidad del ser humano. Hay en cada uno de nosotros un aspecto interior y otro exterior, así como formas de plenitud y de experimentar sentido ligadas a la interioridad y la exterioridad. La posición que desconoce la interioridad individual y la libertad, en aras de una praxis colectiva emancipatoria, es similarmente parcial a la que desconoce la plenitud que se puede alcanzar en contextos colectivos. Ambos principios –también me he referido a esto– se encuentran en una tensión irremontable. No admiten ser diluidos en una síntesis que los supere sin reducirlos. Por eso, la política no es suprimible, precisamente porque su problema perpetuo es el de un adecuado ajuste entre estos dos principios.

Se puede discrepar de todas estas indicaciones. Vincularlas a un colectivismo de cerro no resulta pertinente.

 

Hugo Herrera, Dr. Phil., Julius-Maximilians-Universität, Würzburg

 

 

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