Mi más querida amiga extranjera me pregunta, asombrada, cómo es posible que en Chile se estén destapando casos de corrupción. El motivo inmediato de su asombro es el virtual reconocimiento de culpa de un ex subsecretario de Desarrollo Regional y actual jefe de asesores del presidente de la República, que se negaba a declarar ante una comisión parlamentaria. Mi amiga vivió en Chile muchos años y nos conoce, o creía conocernos bien. Solía hacer mención, ante sus connacionales, del brillo de nuestra probidad y de la solidez de nuestras instituciones. Su mensaje siempre era: “Los chilenos son diferentes”. Y si no hubiese vivido en Chile habría sido igual: nuestra fama de país ajeno a esa lacra social (junto con Uruguay y Costa Rica) nos distinguía entre las naciones latinoamericanas.

Pero todo eso quedó atrás. El llamado “caso fundaciones” nos arrojó a la cara evidencias de una realidad que preferíamos ocultarnos, pues nos ha venido acompañando desde hace ya algunos años. Nos mostró nuestra debilidad institucional y la existencia de corrupción en autoridades, amparada por esa debilidad. Una realidad puesta en evidencia semanas atrás por un episodio verdaderamente sórdido: destacamentos de carabineros, trasladados en secreto desde otras regiones del país, coordinadamente allanaron la municipalidad de Puerto Montt y decenas de casas de colaboradores del alcalde. Incautaron teléfonos y computadores y encontraron drogas y grandes cantidades de dinero en efectivo. Una verdadera redada a bajos fondos. 

La pregunta de mi amiga es, pues, totalmente pertinente. Pero ¿tiene respuesta?

La corrupción en la administración pública es parte de la cultura nacional en casi todos los países de la América hispana. Y lo es como una continuación de la cultura colonial española. A diferencia de las colonias inglesas en América, en las cuales la ausencia de un poder burocrático central y la buena fe y el respeto por la palabra empeñada fueron el fundamento de las relaciones sociales, en la América española se reprodujo el esquema autocrático de la España metropolitana. La abundancia de edictos, leyes y normas llevaron a que las relaciones directas entre las personas buscaran realizarse al margen de ese marco legal… y permitió también que ese comportamiento llevara al enriquecimiento de las autoridades.

La práctica del “se acata, pero no se cumple” empleada por las autoridades virreinales hispanas con relación a los edictos reales, se reprodujo hacia abajo en la escala administrativa colonial. S. Stein y B. Stein han señalado: “En el siglo XVII los hombres más destacados buscaron la administración colonial por la oportunidad que ésta representaba de crear fortunas para ellos mismos, para los miembros de sus familias extendidas y para su clientela… La venalidad y la corrupción se volvieron generalizadas, institucionalizadas y legitimadas al tiempo que el empleo en la burocracia colonial se convirtió en una fuente principal de ingreso y posición social para la aristocracia española” (The colonial heritage of Latin Améri‹a: essays on economic dependence in perspective, Oxford University Press, Oxford,1970.)  

Pero algunos países escaparon a esa práctica y el nuestro fue uno de ellos. ¿Por qué? Probablemente porque Chile, prácticamente despoblado entonces, carecía de casi todos los atractivos que hacían codiciable el nuevo mundo a un español de la época. Nadie se haría rico dejándose sobornar en el Chile de aquel tiempo. Ser trasladado acá para un funcionario español de la época, civil o militar, no ofrecía ninguna posibilidad de enriquecimiento rápido: era más bien un castigo.

Los años nos llevaron a convertir el defecto colonial en virtud republicana. La pobreza fue asumida como austeridad y lo inconducente de la corrupción como probidad. Pero, aparentemente, sólo nos mantuvimos virtuosos mientras la corrupción no fue buen negocio, esto es mientras seguimos siendo pobres, lo que ocurrió prácticamente durante todo el siglo XX. Luego Chile dejó de ser pobre y los chilenos también. Según datos del Banco Mundial, nuestro país pasó de un PIB per cápita a paridad de poder adquisitivo de US$ 4.437 en 1990 a 30.208 en 2022. En la actualidad nuestro país se sitúa en el tercer lugar de los países de América Latina por la holgura de ese PIB per cápita que ha llevado quienes viven aquí a ser, estadísticamente, casi ocho veces más ricos de lo que éramos al salir de la dictadura.

La población del país aumentó (13.34 millones en 1990, 19,6 millones en 2023) las ciudades crecieron, se llenaron de automóviles, malls… y de los problemas que son propios de las ciudades grandes y prósperas: el delito se tornó violento y surgió el crimen organizado; el consumo de drogas que se reducía al papelillo que ciertas boîtes elegantes ofrecían con discreción a sus clientes pasados de copas, se tornó masivo y terminó por afectar a los sectores populares… y los municipios, que en su inmensa mayoría vivían con lo justo, se encontraron un día con grandes cantidades de dinero para administrar y con la capacidad de adjudicar grandes obras..

Probablemente por ahí va la explicación que deba darle a mi amiga. La corrupción en gran escala de los funcionarios públicos va de la mano con la escala de las decisiones que se deben tomar y la de los fondos que se manejan. También, quizás, con cierto “patrimonialismo” que comienza a forjarse con administraciones demasiado prolongadas. Esta última fue la experiencia que se vivió en España: después de que se repitieran las mismas administraciones un período tras otro, los funcionarios municipales que ya sentían al municipio como algo propio y habían contribuido al enriquecimiento de contratistas año tras año, comenzaron a preguntarse por qué no ayudar también a parientes y amigos… después de todo eran ellos, los funcionarios, los que decidían. Y la corrupción terminó por imponerse.

Mi reflexión anterior, dedicada a mi amiga extranjera, no significa que para combatir la delincuencia y la corrupción haya que elegir la pobreza. Significa que hay que combatirlas con nuevos métodos y comenzar por no negar su existencia. El delito ocasionado por el crimen organizado, como la corrupción en nuestras instituciones públicas, existen, están comenzando a ser determinantes de nuestra vida nacional y deben enfrentarse con decisiones y medidas acorde con esa importancia. El delito más violento en nuestro país dejó de ser el “cogoteo” del siglo pasado. Dejamos de vivir sin violencia subversiva, como ocurrió hasta los primeros años de este siglo. Y dejamos de sentirnos un país sin corrupción, como aspiramos a creer que éramos desde siempre.

¿Qué le puedo decir, entonces, a mi amiga? Quizás sólo que crecimos, que la realidad nos alcanzó, que un exsubsecretario sí puede temer ser interrogado por las actividades delictuales de militantes de su partido… y, en fin, que ya no somos diferentes.

Economista y escritor. Exsubsecretario de Economía y exembajador de Chile

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1 comentario

  1. Ummm, bien raro y rebuscado raciocinio para «contextualizar» lo injustificable, justificar a corruptos y ladrones de recursos destinados a los más vulnerables, sobre todo, cometido por gentuza que dijo venía a refrescar el poder…. ah, y otra más, el país no nació con la «Dictadura» en 1970 el pib percapita era 2.500 dólares y niños descalzos en las calles pedían «pan duro» , pero en esa época Chile era una «democracia»………

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