La Segunda Guerra Mundial se definió en buena medida por aquellas decisiones cruciales que –como explica Ian Kershaw en un gran libro– adoptaron los principales líderes de las grandes potencias mundiales entre mayo de 1940 y diciembre de 1941: una de ellas fue la decisión de Hitler de atacar a la Unión Soviética, adoptada entre el otoño y el verano de 1940 (en Decisiones trascendentales. De Dunquerque a Pearl Harbour (1940-1941). El año que cambió la historia, Barcelona, Ediciones Península, 2008).

En la práctica, la invasión comenzó el 22 de junio de 1941, de una manera decidida y que llamó la atención en distintos lugares del mundo, no solo por el hito en sí, sino porque cambiaba radicalmente la forma como se había desarrollado la guerra hasta entonces, caracterizada por una rápida y consistente serie de victorias de Adolf Hitler, desde el ataque a Polonia (1 de septiembre de 1939) en adelante. Su marco de acción era principalmente Europa occidental y también algunos sectores de Europa central y oriental, pero en modo alguno se suponía que terminaría por entrar en guerra con la URSS. Muchos pensaban hasta entonces que el Führer era imbatible y que su camino a la victoria se había ido pavimentando de manera sólida y eficaz. A mediados de 1941 comenzaba la prueba de fuego para el líder alemán, que pasaba a enfrentarse no solo con Stalin –su antiguo aliado– sino contra la otra gran potencia totalitaria del momento: el régimen comunista de la Unión Soviética.

En agosto de 1939 Hitler y Stalin habían firmado el acuerdo nazi-comunista, conocido como Pacto Ribbentrop-Molotov, por el cual el primero invadiría Polonia y el segundo ocuparía el sector oriental del país atacado. De esta manera los dictadores darían inicio a la Segunda Guerra Mundial, mediante un acuerdo que llevó al dirigente comunista a pedir un brindis por Hitler, por saber “lo mucho que ama el pueblo alemán a su Führer” (así lo narró el diplomático alemán Andor Hencke, citado por Laurence Rees, A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial, Barcelona, Crítica, 2009).

Dos años después la situación había cambiado radicalmente. Para entonces Hitler avanzaba sin encontrar más resistencia que el valor y convicción de los británicos y su líder, Winston Churchill, por lo cual podía volver los ojos a su antiguo y quizá inevitable deseo: conquistar los territorios del Este, como ya había explicitado en Mi Lucha (1924), libro escrito por el fundador del Nacional Socialismo durante su periodo en la cárcel, tras el fracasado putsch de la cervecería de Munich. El tema continuaría siendo una obsesión hasta el final de la guerra, incluso en medio de la derrota y la soledad en el búnker, en abril de 1945, como manifestó en su Testamento.

La Operación Barbarroja

La decisión de atacar a la URSS fue conocida como “Operación Barbarroja”, y se manejó con gran sigilo. La iniciativa tenía que ver con la noción de “espacio vital”, abrazada por Hitler desde hacía años, que hacía volcar los ojos hacia los inmensos territorios del Este. En su momento Bismark había advertido contra una eventual invasión a Rusia, y el propio Führer reconocía las dificultades de enfrentar una guerra en dos frentes como la que pasaría a tener dentro de poco. Pero varias cosas se juntaban en la decisión: aplastar al “bolchevismo judío”, obtener petróleo y otros productos de la riquísima zona oriental y mostrar su poderío a Gran Bretaña y a quien tuviera dudas. Pese a las dificultades, había que actuar y había llegado el momento: “Hitler estaba muy seguro de sí mismo” y pocas semanas antes había asegurado que el Reich se extendería por mil años, como recuerda Antony Beevor en su monumental La Segunda Guerra Mundial (Barcelona, Pasado & Presente, 2012).

La idea había estado presente durante 1940, aunque se vio que era poco factible llevar a cabo la invasión a la URSS. Esto llevó a Hitler a aplazar la invasión para ser realizada en mayo del año siguiente. A juicio de Kershaw, esa fue la decisión “más trascendental de toda la guerra”, adoptada de manera voluntaria, bajo la visión subjetiva del Führer, reforzada por la necesidad económica del “espacio vital”. Si bien existían recelos en el mando militar alemán, no hubo un rechazo a la decisión adoptada el 31 de julio de 1940. A finales de año se confirmó que la invasión sería a fines de mayo, es decir, dentro de solo seis meses. Entonces parecía “una locura, pero no carecía de método”, como explica el autor de Decisiones trascendentales, considerando que Hitler no detendría la guerra y que una agresión a Rusia representaba un ataque inesperado y eventualmente demoledor.

Poco antes del ataque de Hitler a la Unión Soviética, Vsevolod Merkúlov –comisario del Pueblo para la Defensa del Estado– aseguró tener una información muy importante sobre los planes militares alemanes: “Un informante infiltrado en el cuartel general de Aviación alemana ha comunicado lo siguiente: 1. Alemania ha culminado todos los preparativos bélicos necesarios para acometer un asalto armado contra la URSS, por lo que debemos esperar ser objeto de ataque en cualquier momento”. Stalin, todavía fiel a Hitler e incapaz de poner en duda a su aliado, anotó en forma manuscrita sobre el documento: “Camarada Merkúlov, puedes decir a tu ‘informante’ que abandone su puesto en el estado mayor de la fuerza aérea alemana y se vaya con su puta madre. Parece que lo suyo es más bien desinformar” (en Laurence Rees, A puerta cerrada).

En realidad, el propio Hitler había asegurado a Stalin que solo trasladaba tropas al Este para ponerlas lejos del alcance de los británicos. Incluso el propio embajador alemán en Moscú –Friedrich von der Schulenburg, de convicciones antinazis– advirtió al líder soviético, quien exclamó que la desinformación había llegado “a nivel de los embajadores” (en Antony Beevor, La Segunda Guerra Mundial).

Se equivocó Stalin en esta ocasión. El 22 de junio, a las 03.15 horas de Alemania (04.15 horas en Moscú) se inició una de las ofensivas más espectaculares de la historia, cuando comenzó la invasión de tres millones de soldados alemanes al territorio de la Unión Soviética, ante la total imprevisión del Ejército Rojo. El resultado del primer día fue impresionante, y contaba la destrucción de una gran cantidad de material de guerra soviético –más de mil aviones–, ante la falta de reacción de Stalin y la actitud sin piedad de la Wehrmacht, dividida en tres grupos de ejércitos desde el mar Báltico hasta el mar Negro.

Quizá sea un “capricho de la historia”, como recordó Goebbels con inquietud, pero era exactamente la misma fecha en la cual Napoleón y su Ejército habían avanzado sobre Rusia, marcando el comienzo de la declinación del emperador francés. La invasión de 1941 significó el traslado de Hitler desde Berlín a la “Guarida del Lobo”, donde permanecería más de tres años. Ante los alemanes, la lucha contra la Unión Soviética se presentó como una “guerra preventiva”, para evitar la amenaza que representaban los bolcheviques para Alemania y Europa: “La razón de que yo haga daño ahora a los rusos es que si no ellos me lo harían a mí”. Los éxitos iniciales llevaron a Hitler a su momento de mayor poder y de control superior más amplio que hubiera tenido hasta entonces algún gobernante del continente.

Stalin invadido

No cabe duda que la Unión Soviética se vio sorprendida por la invasión y que no estaba preparada para enfrentar una guerra contra un enemigo del prestigio militar de que tenía Alemania. Adicionalmente, durante las purgas de Stalin –quien había gobernado con mano de hierro desde la muerte de Lenin en 1924–, el Ejército Rojo también se había visto mermado, con la ejecución del mariscal Tujachevsky, por una conspiración trotskista anti-soviética, que era una fórmula genérica que se utilizaba muchas veces para atacar a los adversarios políticos fuera y dentro de la esfera bolchevique.

Muchas veces se ha dicho que Stalin cayó en una especie de postración tras la invasión de Hitler, que habría quedado anonadado y sin capacidad de reacción. Así lo planteó en alguna medida el propio Nikita Kruschev en su famoso discurso al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956, al afirmar que Stalin no se convenció en un principio que la guerra había comenzado o bien que se trataba de un ataque de grupos descolgados del ejército alemán. Sin embargo, como explica Robert Service en Stalin. Una biografía (Madrid, Siglo XXI, 2006), la agenda del dictador muestra que no cayó en la pasividad, lo que ilustra también con una referencia que el propio Molotov explicaba de la siguiente manera: “No se puede decir que se hubiera derrumbado; sin duda estaba sufriendo, pero no lo demostraba. Claro que tenía sus dificultades. Sería estúpido sostener que no sufría. Pero no se lo representa tal como realmente era… ¡se lo representa como un pecador arrepentido! Por supuesto, esto es absurdo. Todos esos días con sus noches, como siempre, siguió trabajando; no tenía tiempo para desfallecer ni para perder el don de la palabra”.

Aunque efectivamente había recibido “en silencio” la noticia de la declaración de guerra por parte de Alemania, y parecía “consternado, cansado y deprimido”, lo cierto es que rápidamente recuperó el sentido del momento histórico y de su propia responsabilidad, asegurando sin vacilaciones: “El enemigo será vencido por completo” (en Ian Kershaw, Decisiones trascendentales). Desde entonces en adelante, comenzaría la guerra de dos colosos, aunque Alemania tenía que enfrentar el problema adicional de tener abiertos dos frentes de batalla.

Los años siguientes estarían marcados por el “heroísmo” y la crueldad, la apelación de Stalin a la Gran Guerra Patriótica y la preocupación de Hitler por la extensión del conflicto más allá de lo presupuesto, la colaboración de Churchill hacia su nuevo socio –la Unión Soviética– y el posterior ingreso a la guerra.

La guerra cambia de curso

Como sabemos, el resultado de la Operación Barbarroja fue desastroso para Alemania, en términos militares y humanos, con millones de muertos y heridos en los campos de batalla. Adicionalmente, marcaría el comienzo del fin para el régimen nacionalsocialista, que pronto se vería enfrentado a tres grandes potencias: Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética. La Segunda Guerra Mundial, de esta manera, cambió radicalmente su curso, y el “invencible” Hitler se encontraba por primera vez de frente con la posibilidad cierta de una derrota. Con el tiempo, el caudillo alemán sería invadido en la propia Alemania por el Ejército Rojo, que ingresaría victorioso en Berlín en abril de 1945.

Hacia julio de 1941, y a pesar de los avances, se comprobaría que la situación no tenía todos los éxitos imaginados por Hitler. Incluso más, como explica Ian Kershaw en su biografía sobre el dictador, ya se podía decir que la Operación Barbarroja había fracasado (en Hitler, Barcelona, Ediciones Península, 2010). Desde luego, los espías alemanes habían subestimado la potencia, capacidad y volumen de la fuerza militar soviética. Adicionalmente, en el alto mando alemán, militar y político, existían contradicciones sobre la manera de enfrentar el conflicto. Finalmente, como era previsible, con el correr de los meses se comprobaría el impacto terrible del clima en el territorio soviético, azotado por un invierno inclemente y mortal.

Si en el primer momento la invasión de la Unión Soviética fue un gran golpe para Stalin, es evidente que con posterioridad significó no solo el comienzo de la derrota de Hitler, sino que también la declinación del mito de imbatibilidad que acompañaba al líder alemán. La caída de la imagen del Führer no se produjo de un momento a otro, en parte porque “la fe en Hitler” estaba muy consolidada dentro de Alemania, porque la clave era la victoria final y no la rapidez con que se alcanzara, y finalmente porque había intereses materiales y emocionales para mantener en alto su figura. Sin embargo, aquí comenzaría a desmoronarse su imagen y con ello uno de los fundamentos del régimen nazi (en Ian Kershaw, El mito de Hitler. Imagen y realidad en el Tercer Reich, Barcelona, Paidós, 2003).

Por el contrario, en el caso de Stalin, su figura se agigantó con la resistencia antinazi, y pocos se acordaron del pacto entre los dictadores, de la alianza de los totalitarismos y del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Para las democracias occidentales, el dictador soviético había pasado a ser un aliado y pronto se levantaría como uno de los grandes vencedores de la guerra. Las veleidades de la historia, esta vez, jugaron a su favor: la ambición de Hitler y sus errores, habían comenzado a sepultar el nacionalsocialismo y a dar nueva vida al régimen comunista de la URSS.

Las guerras, como la paz y la democracia, la construcción de las naciones o el progreso económico se definen en momentos específicos, gravitantes, tanto por la toma de decisiones como por la ejecución de determinadas políticas. Eso fue lo que ocurrió a mediados de 1940 y el 22 de junio de 1941, cuando la guerra cambió para siempre, así como mutó también la historia del siglo XX.

Académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública

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