Este 17 de agosto falleció Juan de Dios Vial Correa, uno de los hombres públicos y figuras intelectuales más relevantes de Chile en la segunda mitad del siglo XX. Había nacido el 18 de mayo de 1925, en una sociedad muy distinta, en los estertores del régimen parlamentario chileno. En 1948 se casó con Raquel Ariztía, con quien compartió más de setenta años de matrimonio.

Si bien era médico, su vida profesional estuvo consagrada a la investigación científica en la universidad, y prácticamente “se fusionó” con la institución, como sostuvo en una entrevista a comienzos de 2018: fue docente, investigador, decano de Medicina y representante académico en diversos organismos. Participó en el Comité Editorial de la revista Finis Terrae (que dirigía Jaime Eyzaguirre) y fundó la revista Humanitas (bajo la dirección de Jaime Antúnez), ambas publicaciones de cultura católica. Fue, sin duda, uno de los académicos más brillantes de la Universidad Católica en los años sesenta, pero también era un hombre preocupado por las discusiones que se daban al interior de la institución y por los peligros que la acechaban: su carta del 28 de junio de 1968 al presidente de FEUC, Rafael Echeverría, es un verdadero manifiesto sobre el sentido y misión de la universidad, tema que después tendría ocasión de ampliar muchas veces.

Juan de Dios Vial fue rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile entre 1985 y el 2000. Su labor fue gigantesca, como lo fue el trabajo de sus equipos, facultades, profesores, administrativos y estudiantes. El rector Ignacio Sánchez lo ha calificado con justicia como “un rector fundamental” (El Mercurio, 19 de agosto de 2020), destacando su trayectoria y algunos de sus logros, entre los que incluye la inauguración del Bachillerato, la creación de las Becas Juan Pablo II y Padre Hurtado para estudios gratuitos en la UC y la promoción de la investigación científica. Pero por sobre todo, como lo manifestó en la misa de despedida en la Casa Central de la UC, el rector Sánchez destacó el valor humano de su antecesor, sus cualidades profundas que lo hicieron una persona especial para quienes lo conocieron, trabajaron o se formaron con él.

Frutos del Centenario de la Universidad en 1988 nacieron el Centro de Extensión y la Historia de la UC, en dos volúmenes (bajo la autoría de Ricardo Krebs, M. Angélica Muñoz y Patricio Valdivieso); se multiplicaron durante sus quince años de rectorado las iniciativas estudiantiles y se consolidaron los vínculos internacionales, además del crecimiento cualitativo y cuantitativo de la institución en diversos órdenes: en docencia, investigación, extensión, servicio al país, en programas de doctorado. Vivió un momento especialmente emotivo e histórico con la visita del Papa Juan Pablo II en 1987. Siempre entendió, por cierto, que se trataba de una obra colectiva, en la que él desempeñaba una función específica. La Universidad tenía una historia y una misión fundacional a la que era necesario ser fiel, como institución de la Iglesia Católica, tema que renació con fuerza y nuevas reflexiones a partir de Ex Corde Ecclesiae, de 1990.

En estos últimos meses solo hablamos algunas veces por teléfono con el rector Vial, e incluso me tocó hacerlo más con la señora Raquel, con quien esperábamos el pronto término de la cuarentena para volver a reunirnos, según conversamos hace un par de semanas. Tiempo antes del coronavirus sí los habíamos visitado en su departamento del Parque Forestal; en ocasiones fui solo y en otras con mi familia. Siempre fuimos muy bien recibidos por un matrimonio que se entendía, complementaba y acompañaba. Ella, mujer culta y siempre informada, preguntaba por la situación de Chile actual; el rector hablaba menos en estas ocasiones, si bien estaba muy bien de cabeza, como mostró en algunas entrevistas en sus últimos años. En esas oportunidades le llevábamos unos pasteles que les gustaban mucho, y don Juan de Dios quedaba bastante embetunado después de comerlos, lo que no dejaba de ser simpático.

Tuve la fortuna de trabajar con el rector Vial durante cinco años, como Director de Asuntos Estudiantiles de la UC (1995-2000). Fue una época excepcional de aprendizaje personal, en parte porque recorrimos juntos largas horas y muchos kilómetros del territorio de Chile, visitando los trabajos sociales y las misiones que organizaban nuestros estudiantes como parte de aquellas tareas de voluntariado que los distinguían. Además, durante un par de años nos reuníamos prácticamente cada viernes por al menos una hora, para dialogar temas profesionales, pero también sobre asuntos históricos y otros de mutuo interés que, en realidad, servían especialmente para mi formación, como él lo tenía bastante claro, según me parecía. En esas ocasiones pudimos conversar sobre los temas más diversos –la Iglesia, la universidad, historia, política nacional, problemas culturales, los estudiantes, libros–, en los que mostraba una mentalidad abierta y una cultura universal. En general yo procuraba adelantarme, preguntándole diversas cosas, para escucharlo y aprender: recuerdo que sus retratos sobre el cardenal Raúl Silva Henríquez y el general Augusto Pinochet fueron de particular interés; la explicación sobre la Reforma Universitaria en la década de 1960 –tema sobre el que volvimos muchas veces– era profunda, propia de un académico que había decidido pensar la gran institución a la que había consagrado su vida. También le pregunté por Jaime Guzmán y por Miguel Ángel Solar, dos grandes líderes de entonces, gremialista y reformista respectivamente, y noté que conocía y quería a ambos, y había tenido un trato personal por distintas razones con ellos (uno de los últimos regalos que le llevé se lo había mandado precisamente Miguel Ángel, a quien agradeció con especial cariño). También conversamos sobre su nombramiento como rector de la UC y los vericuetos que debían superar por las relaciones entre el gobierno y la Iglesia hacia 1984-1985, así como la necesidad superior de conservar la autonomía y catolicidad de la propia Universidad.

Hay dos anécdotas muy ilustrativas sobre su formación intelectual superior, que me marcaron profundamente. La primera ocurrió con ocasión de la visita del coro Capella Carolina de la Universidad de Heidelberg, que hizo una gran presentación en la UC. En el acto de agradecimiento a los músicos debía pronunciar un discurso alguna autoridad de nuestra casa de estudios, que yo debía coordinar, y hasta el final tuvimos dos posibles encargados de hablar. Finalmente fue el propio rector Vial quien habló en un excelente alemán, según me comentó uno de los homenajeados. Le pregunté posteriormente por qué sabía hablar alemán y la respuesta, que ciertamente me sorprendió, fue más o menos así: “Comencé a leer a Goethe cuando joven y no me motivó en forma particular, hasta que una persona [no recuerdo quién] me dijo que era un autor al que había que leer en alemán. Entonces aprendí alemán. Para leer a Goethe”.

La segunda situación ocurrió en el sur de Chile, en una de esas visitas a los trabajos sociales. Recorriendo zonas bastante más tranquilas que nuestro habitual tráfago capitalino, y con una belleza especial en el paisaje, comenzamos a comentar la sencillez de los lugares y lo bien que habíamos estado esos días con los estudiantes y la gente del lugar. En algún momento le señalé que “el tono de la vida” era especial en esos lugares, a lo que él rápidamente respondió: “Como decía Huizinga”. Efectivamente yo tenía en mente al autor de El otoño de la Edad Media cuando hice el comentario, pero no me calzaba por qué él conocía esa obra, así que le consulté al respecto. Me dijo medio, quizá sin darle mayor importancia, que eso tenía su origen en una enfermedad de juventud, que según recuerdo lo mantuvo seis meses en cama. Cuando supo que sufriría esa postración, decidió que leería sobre un solo tema, para concentrarse en algo y no “picotear”, y se decidió por la historia: entre las muchas obras que consumió durante su enfermedad estuvo ese hermoso y brillante libro de Huizinga. Dicho sea de paso, a propósito de lecturas, en otra ocasión le pregunté sobre su hermano Gonzalo, el historiador, porque había aparecido un largo artículo en un periódico, que entre otras cosas decía que durante los veranos devoraba numerosos libros en una casa fuera de la capital. Le consulté si había visto el artículo y qué le había parecido y me respondió que no lo había hecho, pero que sí podía dar fe que su hermano era un voraz lector, que estaba todo el tiempo lleno de libros.

Hace unos cuatro años recibí un encargo fascinante, de parte del rector Vial y del rector Ignacio Sánchez: preparar un libro sobre Juan de Dios Vial Correa, cuyo eje debían ser sus discursos, artículos o entrevistas. Fue un trabajo intenso, en realidad apasionante por las horas de lectura dedicadas a preparar la obra, que incluyó textos tempranos, de la década de 1960, hasta otros muy posteriores a que dejara la dirección de la UC. El mayor problema era realizar una adecuada selección, aunque felizmente el 2000, cuando terminó su tercer periodo como rector, se publicó el libro Palabras a la Universidad, por lo cual nos concentramos principalmente en textos que no aparecieron en esa obra. El resultado fue la publicación de Pasión por la Universidad (Santiago, Ediciones UC, 2018, 526 páginas), que permite acercarse de buena manera a su pensamiento en un momento crucial en la historia de Chile y de la Universidad Católica. Acompañé la edición con un estudio preliminar titulado “El rector Juan de Dios Vial Correa (1985-2000). Pasión por la Universidad”, que apenas es una introducción a una figura cuya verdadera biografía está por escribirse. La obra concluye con un discurso clave: “El don de la felicidad”, que corresponde al discurso que pronunció al recibir el grado de Doctor Scientiae et Honoris Causa que le otorgó la Universidad Católica, de manos de su rector Pedro Rosso, el 1 de diciembre de 2003. En esa ocasión dio gracias a Dios y a la Universidad Católica, a los profesores que le hicieron “la invitación a saber” y a quienes lo acompañaron y le “enseñaron a vivir”. “Busca la paz y síguela”, decía al final de ese discurso, para recordar la necesidad de buscar todos los bienes en orden y de modo razonable: él, sin duda alguna, buscaba y esperaba el bien de la vida eterna, para el cual se preparó durante una larga y provechosa existencia.

Chile ha perdido a un gran hombre; la Iglesia ha despedido a un hijo que la sirvió con fidelidad y dedicación infatigable en la Universidad, en la Academia Pontificia para la Vida, en la vida cultural y en la opinión pública. Su familia y quienes lo conocieron han escrito y manifestado su afecto a un hombre bueno y sabio. En lo personal, me despido de un maestro, agradeciendo por haberlo conocido y por haber trabajado con él, y también por haber disfrutado tantos años de su amistad y sabiduría que seguirá con nosotros.