Un nuevo 18 de septiembre y las fechas de Fiestas Patrias nos han retrotraído a la Primera Junta de Gobierno y al inicio del proceso de Independencia de Chile. Cada año es un buen momento para revivir las tradiciones que datan de hace un par de siglos: la fiesta popular de las pampillas o ramadas, el Te Deum, la Parada Militar y la gala musical, que este 2020 tuvieron un tono muy diferente debido a las restricciones provocadas por la pandemia del coronavirus.

En el pasado hubo muchos chilenos que dieron su vida por la patria, contribuyendo a engrandecerla en la guerra y en la paz, a través de la creación de riqueza o de instituciones, la defensa de su soberanía, mediante su contribución en la enseñanza y la cultura, el deporte y el comercio, en la capital y en zonas recónditas del territorio nacional. Cada generación debe volver a preguntarse qué puede hacer por Chile y por su gente, qué significa amar a la patria en los tiempos actuales, en la certeza de que las circunstancias de hoy son muy distintas a las de comienzos del siglo XIX. Quienes queremos a Chile –porque aquí nacimos, porque es la tierra de nuestros padres o porque es la patria de adopción– debemos actualizar nuestro compromiso con el país, en la lucha siempre incesante y nunca inacabada por una sociedad mejor.

Pienso que amar a Chile significa, en primer lugar, saberse heredero de una historia que hemos recibido con sus logros y dolores, ser partícipes de un presente complejo que compromete nuestra inteligencia y voluntad, así como proyectarnos a un futuro del cual somos responsables. Porque la patria son los que vivieron, los que hoy habitan nuestra tierra e incluso quienes todavía no nacen, pero que en el futuro asumirán la posta de la misión histórica nacional.

Amar a Chile es comprender que una nación integra a su gente con un territorio, a su historia con su cultura, pero sobre todo requiere la voluntad de sus miembros para seguir compartiendo un proyecto común. Y eso implica buscar las mejores formas de convivencia social, frente al drama y la experiencia de las divisiones intestinas y las guerras civiles del pasado; significa querer y no solo respetar nuestra diversidad y nuestras legítimas posiciones personales en distintos temas, que existen y existirán sin que por ello deba verse alterado el destino común de la patria.

Amar a Chile es procurar el mayor bienestar espiritual y material de su gente, luchar para que cada compatriota tenga un trabajo bien remunerado, que le sirva de sustento y con el cual pueda aportar sus talentos al progreso del país. Significa pensar en ciertas bases sociales para el desarrollo: el trabajo, una vivienda para las familias –ojalá en un barrio con plaza y áreas verdes–, una atención de salud oportuna y de calidad, educación de buen nivel desde las primeras etapas del desarrollo y una vejez sin el olvido de la sociedad y mucho menos de los hijos.

Amar a Chile requiere pensar en la colaboración entre las personas, la sociedad civil y el Estado, sin plantear barreras ideológicas de competencia absurda o de autodestrucción. Con un Estado al servicio de la persona y las familias, y no con personas y partidos que se sirvan del Estado; con una sociedad civil activa y sólida en las áreas más diversas; con la firme decisión de activar todos los resortes necesarios para promover el bien común.

Amar a Chile significa leer a las algunos de sus escritores, contemplar las obras de sus pintores y escuchar la música de sus creadores, aunque sin una restricción mental que impida admirar la cultura producida por personas de otras nacionalidades. También es mirar con emoción la bandera nacional, sin creer por ello que ha sido elegida la más hermosa del mundo en un concurso que no sabemos dónde ni cuándo se realizó. Nuestra bandera blanca, azul y roja es la más hermosa porque es nuestra, su estrella brilla para los chilenos y el tricolor es una esperanza que solo podemos contemplar con emoción quienes amamos esta tierra, y con eso basta y sobra.

Amar a Chile es intentar comprender nuestra historia mestiza de tantos siglos, nacida al calor de la guerra, los contactos y ciertamente la fusión de la sangre española y de los pueblos originarios. Pero también es saber que ha sido complementada por múltiples olas de inmigración que existieron y que siguen habiendo, que son parte de una identidad chilena que no es hostil sino abierta a nuevas contribuciones, que quieran vivir y trabajar por el bien de nuestro país.

Amar a Chile exige tener una visión integral de la patria, rehuyendo cualquier auto limitación centralista, para considerar siempre a todo el territorio y a toda su gente, desde el extremo norte hasta la Antártica, incluyendo los desiertos y valles, las islas y montañas, los mares y pueblos. Esta visión integradora y compleja del país debe manifestarse en la realidad concreta y en el desarrollo armónico de la nación.

Amar a Chile es saber que cada cierto tiempo tendremos que enfrentar desastres naturales como los terremotos, pero con la convicción de que crecemos en la adversidad, porque somos capaces de trabajar unidos y levantarnos a pesar del dolor que provocan las muertes y la destrucción. La bandera destruida y levantada es un símbolo de lo que hemos sido durante tantos siglos, de nuestra fortaleza y capacidad de lucha.

Amar a Chile es vivir con responsabilidad cívica cotidiana, en el cumplimiento de las normas comunes, en el pago de los impuestos, manteniendo la limpieza y cuidado de los espacios públicos y participando en la vida política y electoral del país. Es respetar e intentar mejorar la actividad política, y no procurar destruirla o estigmatizarla. Significa disfrutar los triunfos con humildad y aceptar las derrotas con espíritu deportivo, ambas con sentido republicano y sabiendo que la democracia ofrece nuevas oportunidades. A algunos la vida los llevará a asumir responsabilidades públicas, mientras otros ejercerán sus deberes a través del voto o el apoyo a distintos proyectos y partidos, ojalá con seguridad en nuestras ideas y respeto por las ajenas.

Amar a Chile es dar gracias a Dios por los bienes recibidos, por la gente que hemos conocido en el camino, por la fuerza en la adversidad y esa belleza inconmensurable del territorio nacional. Y sobre todo por su gente, tan diversa y que ha hecho historia: los hombres y las mujeres, los campesinos y los mineros, los pescadores y los uniformados, los estudiantes y los emprendedores, quienes sirven desde los hospitales y las escuelas, los bomberos, las dueñas de casa, los profesionales y todos aquellos que a través de su trabajo cotidiano contribuyen a hacer un Chile mejor.

Amar a Chile requiere activar la esperanza para derrotar el pesimismo que a veces parece dominar el ambiente, ser capaces de imaginar una sociedad mejor sin caer en las promesas utópicas vanas ni en las construcciones desde cero. Sin embargo, no se puede pretender animar a una sociedad a levantar un proyecto desde la amargura, ni lapidar a la gente con malas noticias cotidianas: fortalecer la democracia republicana, procurar el desarrollo económico y avanzar en el progreso social son tareas que podrían mover a un país con visión de futuro, respeto a las diferencias y vocación de victoria.

Se podrían decir muchas más, porque vivir un país a través del tiempo es un lucha cotidiana: amar a Chile implica no descansar hasta que todos los chilenos puedan disfrutar de un trabajo y una pensión digna; hasta que la pobreza sea derrotada y los campamentos sean erradicados; significa rebelarse frente a las injusticias; celebrar nuestros triunfos deportivos; reír con nuestros amigos con unas simples bromas que quizá solo nosotros entendemos y hablar un español con aquellos chilenismos que constituyen un idioma propio. Es emocionarse, llorar, sufrir y amar lo que solo los chilenos comprendemos, no porque seamos mejores, sino porque somos chilenos.

Y para los próximos eventos electorales, la mejor forma de querer a Chile será promover y defender nuestras ideas con convicción, pero sin perder la amistad cívica necesaria en las democracias republicanas; será necesario cada vez reconocer la victoria de los adversarios si ese es el resultado, celebrar sin soberbia ni voluntad excluyente si el resultado nos favorece. Y sobre todo, significará saber que el día después de cada elección todos seguiremos siendo parte de esta historia y este proyecto tan hermoso, contradictorio, apasionante y nuestro que se llama Chile.

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