El hombre y su tiempo

El 10 de mayo de 1940 las tropas de Adolf Hitler invadieron Bélgica, Francia y Luxemburgo, en una etapa de la Segunda Guerra Mundial que tuvo una duración muy breve y que en la práctica sirvió de paso para las fuerzas nacionalsocialistas llegaran a Francia. Para entonces, Hitler y su maquinaria militar parecían imbatibles y obtenían victorias rápidas ahí donde tuvieran que enfrentar a sus enemigos.

Sin embargo, ese 10 de mayo es todavía más importante por otra razón: es la fecha cuando Winston Churchill asumió como Primer Ministro de Inglaterra, país que estaba llamado a desempeñar un lugar principal en la lucha contra la dictadura nazi, para defender las democracias occidentales y también el Imperio Británico. Antes de esta fecha el comportamiento de los sectores dirigentes, de la prensa y de la población había sido errático, carente de una comprensión clara sobre el significado histórico de Hitler y su proyecto político: con la instalación de Churchill en el gobierno, comenzó la etapa de la decisión sin las vacilaciones que habían sido parte de la política cotidiana; de la lucha sin cuartel hasta la victoria; de la comprensión de la guerra como una lucha que no era querida, pero que presentaba la posibilidad de preservar la civilización frente a la barbarie del nazismo.

Winston Churchill había nacido en Blenheim Palace el 30 de noviembre de 1874, hijo de lord Randolph, un destacado político, que había sido ministro de Hacienda y muerto antes de los cincuenta años, y de Jeannette Jerome, nacida en Estados Unidos. Desde joven, sin haber sido de los mejores alumnos, Winston destacó por su carácter determinado y polifacético, especial y atractivo, creativo y con gran sentido de la historia, que conservaría durante su larga vida (falleció el 24 de enero de 1965). Su origen aristocrático y su formación lo llevaban a considerar que tenía una gran responsabilidad para con su país, que podía desarrollar a través de la actividad política.

Recientemente ha aparecido un extraordinario y voluminoso estudio sobre el personaje, de Andrew Roberts, Churchill. La biografía (Barcelona, Crítica, 2019, original en inglés de 2018). Recorrer las páginas de esta obra es encontrarse con un personaje no solo fascinante, sino que también tenía aficiones múltiples, que iban desde la historia hasta los animales, pasando por la pintura y los viajes. Sin embargo, desde muy joven hubo dos áreas que marcaron su existencia: la vida militar y la política.

Participó en la guerra de los Boers y estuvo en la Primera Guerra Mundial –cuando ejerció también como Primer Lord del Almirantazgo–, con la particularidad que le gustaba estar en el frente de batalla, en primera línea, sin temor a las balas o a la muerte. Por otra parte, llegó a comprender en algún momento que los conflictos bélicos siempre acompañarían a los hombres, afirmando al finalizar su obra La crisis mundial (sobre la guerra entre 1914 y 1918), que “la historia de la raza humana se resume en la palabra Guerra”. Sin duda se trata de una exageración, pero Churchill no ahorraba hipérboles, aunque el siglo XX y su propia vida le darían bastante razón a su afirmación.

Pero no cabe duda que fue la política la actividad que llenó la vida de Churchill, lo hizo famoso y fue donde desarrolló sus talentos con mayores resultados, alcanzando una fama mundial como pocas personas durante su generación. Era un hombre de doctrina, pero a la vez pragmático; dispuesto a la lucha, pero sin rencores. No tuvo una carrera fácil ni continua: fue conservador, luego liberal y volvió finalmente al redil conservador, donde no era particularmente querido. Participó en numerosas elecciones antes de llegar al gobierno de Inglaterra, y fue derrotado muchas veces en sus candidaturas a la Cámara de los Comunes, aunque también obtuvo victorias que lo llevaron al Parlamento. Su talento le permitió ser convocado a varios gabinetes importantes antes y después de la Primera Guerra Mundial e inmediatamente antes de que comenzara la Segunda. Como ministro mostraba talento, conocimientos, inteligencia, pero también escasa percepción sobre las sensibilidades de amigos y adversarios, lo que muchas veces alienaba eventuales apoyos. Con Churchill ocurría una cosa curiosa: casi todos lo admiraban, muchos lo detestaban y pocos realmente lo seguían, como tuvo que sufrir en su “ostracismo” político de la década de 1930. Aprendía en esas situaciones: en un fracaso determinado, su amiga Violet Asquith le mandó de regalo el poema “If”, de Rudyard Kipling, seguramente por esos versos inmortales: “Si puedes aceptar el triunfo y la derrota, y acoges con igual calma a esos dos impostores”.

Muchos acusaban o descalificaban a Churchill por su ambición, por sus deseos de destacar o querer imponer su propio punto de vista en un determinado problema político o militar. Seguramente tenían razón en esa crítica. Pero lo cierto es que también, por otra parte, desde joven fue una persona que se cultivó intelectualmente, sabía considerablemente más que sus contemporáneos, se preparaba en cada área en la que le correspondía trabajar o servir a Inglaterra, tenía una verdadera obsesión por el conocimiento histórico, que cultivó con sabiduría y pasión. Y no era un hombre de mera acción, sino un político más profundo, que reflexionaba, que logró tener un cuerpo de ideas con las cuales enfrentar la vida de Inglaterra y de Europa en un momento especialmente difícil.

Las ideas políticas

En 1953 Churchill le sugirió a un estudiante norteamericano: “Estudia historia, estudia historia… La historia atesora todos los secretos de la gobernación del estado”. Y eso fue lo que hizo precisamente durante gran parte de su vida.

Las ideas políticas del futuro Primer Ministro se encuentran repartidas en numerosos discursos parlamentarios; varios libros que publicó sobre temas históricos de Inglaterra o del mundo, además de algunas biografías; artículos de prensa sobre algunos temas especiales; además de discursos que expuso principalmente en Inglaterra y Estados Unidos en distintos eventos. Finalmente, como es obvio, en sus actividades como Primer Ministro y en los años posteriores.

Era un convencido partidario de la democracia parlamentaria, de la superioridad del gobierno británico, especialmente en comparación a las dictaduras que comenzaron a emerger en la posguerra. No se le ocultaba que la historia estaba “llena de regresiones y vuelcos inesperados”, que habían permitido hacer más difuso el liberalismo de comienzos del siglo XX, en medio de las reacciones “contra el parlamentarismo y el sistema electoral”. El establecimiento de distintas dictaduras era una manifestación muy clara de esta situación, que no lo hizo cambiar de opinión, sino reafirmarla, como lo sostendrá cada vez con más decisión durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella. En materia económica sostenía el valor de la libertad de empresa y de comercio, rechazaba el proteccionismo arancelario que estuvo de moda en representantes de los más diversos partidos y estaba convencido de que la crisis económica sería superada gracias al espíritu creador de los hombres.

En parte por ello, fue un convencido detractor de los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el comunismo, a los que veía como fuerzas equivalentes y nocivas, antihumanas. Tras la Revolución Bolchevique en 1917 –maremoto de ruina, la llamó– concentró sus críticas en el comunismo: “las consecuencias de estos acontecimientos… están llamadas a oscurecer el mundo de los hijos de nuestros hijos”, aseguró proféticamente; y consideraba a Lenin un “vengador implacable”. Después de 1933 concentró sus ataques en Hitler y el nazismo. Uniendo ambos aspectos, democracia y dictaduras, se atrevía a proclamar con esas síntesis a las que era tan asiduo: “El mundo se divide en gobiernos que son dueños de la gente y gente que es dueña de los gobiernos”.

Otro factor que consideraba relevante era el aporte que hacían los pueblos anglosajones –o los países de habla inglesa–, como los llamaba al mundo. Insistió en numerosas oportunidades en su admiración por Estados Unidos, si bien no quería que superara en influencia a Inglaterra, y pensaba que ambos debían trabajar unidos para mantener la libertad en el mundo. Los desafíos que enfrentaba la humanidad en las décadas de 1910-1940 eran demasiado grandes y exigían un compromiso decidido de quienes compartían tradiciones y cultura y amaban los gobiernos libres. Al respecto, desarrolló una particular amistad epistolar con Franklin D. Rossevelt, incluso antes de que llegara a ser Primer Ministro y cuando el norteamericano ya era Presidente de los Estados Unidos.

Finalmente, conviene volver sobre la historia, a la que asignaba una particular importancia como un conocimiento en sí y como un aporte para la política de cada época. A fines de la década de 1929 reflexionaba en una carta lo que es una especie de tesis al respecto: “Vivimos en la más inconsciente de las épocas. Todos los días saltan titulares y crónicas de corto alcance. He tratado de acercar un poco de historia al tiempo que nos ha tocado vivir, por si acaso terminara revelándose útil como guía para superar las actuales dificultades”. Churchill valoraría la historia en circunstancias de guerra y de paz, en crisis económicas y durante periodos de normalidad, en la vida interna de Inglaterra y en la situación internacional.

Quizá por eso vio antes que otros, y más claro que casi todos, el peligro que significaba Hitler para Europa, para la libertad y para un mundo más humano.

Contra Hitler sin ambigüedades

La llegada de Adolf Hitler al poder en Alemania, en enero de 1933, tiene su explicación tanto en la capacidad y tenacidad del propio líder nacionalsocialista como en la debilidad de la democracia de Weimar y la falta de carácter de los líderes de aquellos tiempos. Muchos no previeron o no tuvieron el valor de enfrentar la maquinaria de odio del nazismo con la determinación que exigían las circunstancias. Con prescindencia de que en 1933 el proyecto del Tercer Reich estaba recién comenzando, lo cierto es que el líder nazi había sido transparente en la exposición de sus ideas y en su estilo directo de hacer política.

En el ámbito internacional Churchill fue uno de los primeros en reaccionar con claridad contra la doctrina nazi y contra su líder, mientras otros preferían mirar para otro lado o no comprendían el problema que se cernía sobre Europa. Frente a Hitler, muchos obraron con ceguera o ambigüedad. No faltaron en Inglaterra aquellos que se vieron seducidos por el dictador alemán, sus teorías racistas y sus éxitos iniciales. Otros, simplemente fueron pusilánimes, y escondieron su falta de atributos políticos bajo una aparente o real preferencia por la paz o el apaciguamiento, como se llamaba a la política de mantener paños fríos con el Reich.

Para Churchill la situación fue distinta. Desde luego, fue uno de los que decidió leer Mi Lucha, el libro escrito por Hitler desde la cárcel en 1924. Eso le permitió comprender la radicalidad del proyecto nacionalsocialista, su belicismo y expansionismo hacia el este, así como el odio racial que era la contraparte del sentimiento de superioridad germana. Para el político británico, el futuro de sometimiento ante Alemania era inaceptable, y si bien no buscaba la guerra como un fin, sí consideraba que era necesario prepararse para el caso de tener que enfrentar por las armas al expansionismo hitleriano.

En una entrevista publicada en el New Statesman el 7 de enero de 1939, Churchill resumió muy bien su posición: “La guerra es horrible, pero la esclavitud es peor, y desde luego puede usted tener la completa seguridad de que los británicos preferirán combatir a verse obligados a combatir como siervos”. Por lo mismo, durante varios años intentó convencer a los gobiernos de la necesidad de invertir recursos para estar preparados en la marina, la fuerza aérea y militar suficiente, considerando que Hitler había echado por la borda el Tratado de Versalles y se estaba armando de manera creciente y con cuantiosos recursos. Posteriormente insistió en su postura con el Anchluss (la anexión de Austria en marzo de 1938) y luego de los Sudetes en Checoslovaquia, en octubre del mismo año. Mientras el Führer avanzaba con determinación, no había poder europeo, nación o líder, que fuera capaz de detenerlo, hacer cumplir el orden internacional y defender a los países agredidos.

Churchill veía con preocupación la actitud que estaban tomando los sectores dirigentes de Inglaterra, especialmente el gobierno de Chamberlain. Así lo expresó en carta a Lloyd George, de 24 de junio de 1938: “vamos a tener que elegir entre la guerra y la vergüenza , y tengo muy pocas dudas respecto a cuál va a ser la decisión”. Sus gestiones internas, en el Parlamento y en la prensa, hacían suponer a Churchill que no existía el ambiente ni la decisión de detener a Hitler, y con seguridad hacerlo después sería más difícil y con menos posibilidades de éxito.

Muchos vieron en Churchill a un hombre que hablaba con exageración. Las páginas de la biografía de Andrews repite numerosas burlas y ataques contra el futuro Primer Ministro: deberían internarlo “en un sanatorio”, carece de criterio, tiene muchas virtudes pero no el sentido común, era necesario retirarlo de las listas de candidatos, se manifestaba brillante en los discursos pero inútil en la práctica. En 1938, en uno de sus discursos más brillantes, aunque quizá de los más solitarios, Churchill recordó que desde 1933 venía insistiendo en la necesidad de detener los avances del poderío nazi, ya suficientemente desarrollados y sin encontrar contradictores: “Jamás podrá haber relaciones amistosas entre la democracia británica y los poderes nazis”, aseguró Winston en la Cámara el 5 de octubre, añadiendo que sus autoridades “desprecian la ética cristiana… se jactan de su espíritu de agresión y de conquista… y recurren con despiadada brutalidad, como hemos visto, a la amenaza de una violencia asesina. Ese poder jamás va a merecer la amistad y la confianza de la democracia británica”.

Con el tiempo estas palabras se escucharían razonables y proféticas, pero en ese momento fueron brillantes, pero solitarias. Fue uno de los momentos más desolados de la existencia política de Winston Churchill, enfrentado con el mismo coraje moral con el que asumía otras tareas que contaban con mayor popularidad. Sin embargo, su pensamiento lo había dejado grabado en un reloj regalado años antes a su ahijado: “Nunca confundas el liderazgo con la popularidad”.

Después de todo, sabía que la historia estaba llena de regresiones y vuelcos inesperados: solo unos meses después, sería convocado para ser el nuevo Primer Ministro de Inglaterra, con la tarea histórica de derrotar precisamente a Adolf Hitler. Para eso se había preparado toda la vida, ahora tendría la ocasión de demostrarlo.

Churchill Primer Ministro

El gobierno británico estaba liderado por Neville Chamberlein desde 1937, quien había optado por una política de apaciguamiento. Adicionalmente, se había reunido con Hitler, y pensaba que lograría detener las ambiciones del dictador alemán. No tenía especial afecto a Churchill, le molestaba su oratoria y sus recurrentes críticas a la administración que lideraba, pensaba que era un trago amargo que debía soportar dentro del partido, pero que carecía de criterio. Las cartas al Primer Ministro a sus amigos y parientes están llenas de críticas y sarcasmos contra Winston.

Churchill, por su parte, había ido evolucionando, transformándose en el gran detractor público del gobierno. En sus discursos en el Parlamento le gustaba hablar claro y representar fielmente lo que pensaba, advertir sin ambigüedades el significado del hitlerismo y señalar el peligro de la inacción gubernativa. Progresivamente, además, comenzó a abstenerse en las votaciones relacionadas con la política internacional de Inglaterra, con lo cual se ponía fuera de la disciplina parlamentaria.

Sin embargo, el 1 de septiembre de 1939 las tropas de Hitler invadieron Polonia y dos días después Inglaterra le declaró la guerra al Tercer Reich. Churchill se incorporó al gobierno y comenzó a primar un ambiente de mayor unidad, pero sin resultados positivos en el ámbito militar y con un deterioro político en el apoyo a Chamberlain, que se manifestó a comienzos de mayo con un intento de censura al gobierno. Aunque la mayoría apoyó a Chamberlain, la verdad es que hubo muchas defecciones y numerosos conservadores votaron en contra. Esto indicaba la necesidad de un cambio de gobierno, que se consolidaría el 9 de mayo. Si bien el Primer Ministro prefería que lo sucediera Edwards Halifax, finalmente este estimó que el hombre indicado era Churchill. El rey Jorge VI le pidió a Winston formar gobierno, para dar paso a una nueva etapa, que sería conocida como Coalición Nacional, y que el nuevo gobernante explica en su obra La Segunda Guerra Mundial, Volumen I (Madrid, La Esfera de los Libros, 2001).

Finalmente, el 10 de mayo Winston Churchill fue elegido como Primer Ministro, cargo para el cual se había preparado, aunque probablemente a comienzos de la década de 1930 ya lo había abandonado como objetivo político. Sin embargo, su comprensión sobre la dictadura de Hitler, que se mostraría profética, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hicieron cada vez más necesario un liderazgo como el que él representaba, a pesar de sus polémicas, errores, adversarios y altibajos de popularidad.

El 13 de mayo Winston Churchill dio su primer discurso como Primer Ministro, que sería uno de los más importantes de su vida: “No tengo nada que ofrecer, excepto sangre, sudor, lágrimas y fatiga”. En los años siguientes habría que acometer un enorme desafío: “Combatir por mar, por tierra y por aire, con toda nuestra voluntad y con toda la fuerza que nos dé Dios; combatir contra una tiranía monstruosa, jamás superada en el catálogo oscuro y lamentables de crímenes humanos. Ésa es nuestra política. Me preguntan: ‘¿Cuál es nuestro objetivo?’ Puedo responder con una sola palabra: ‘La victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar del terror’”.

La oratoria del Primer Ministro, trabajada durante años, que había sido objeto de reflexión y de práctica en los más diversos lugares, probaría ser un gran argumento bélico, como ilustra John Lukacs en Sangre, sudor y lágrimas. Churchill y el discurso que ganó la guerra (Madrid, Turner, 2008). Como señala Roberts, el nuevo líder británico tenía una “sobrenatural capacidad para situarse en el ojo del huracán de la historia”. Ahora tendría cinco años para demostrar que su previsión del problema estaba a la misma altura que su capacidad para resolverlo.