En la anterior columna explicamos un rasgo esencial del fenómeno Bolsonaro, que dice relación con la ausencia de respuestas desde la izquierda a las problemáticas contemporáneas y la sensación de lo social como una estructura opaca capaz de producir un enorme estrés en la ciudadanía, cuestión que se resuelve ante el arribo de las simplificaciones clásicas de eso que llamamos fascismo. Es cierto que la palabra fascismo le queda algo grande a Bolsonaro, es como decirle carismático a Karadima, como decirle líder a Pinochet. Pero también es cierto que, en algún sentido, la palabra fascismo (o protofascismo, o posfascismo) es pertinente. Y hay un rasgo que en general se destaca poco.

 

Después de grandes procesos de crisis económicas que han supuesto ingentes rescates de los contribuyentes a los bancos y a algunas grandes corporaciones, normalmente se abre un espacio de crítica social al modelo imperante. La crisis de 2008, conocida como subprime, fue de gran tamaño y muy parecida a la de 1929 en su gestación: es una crisis por exceso de libertades económicas. La respuesta keynesiana de la década de los treinta permitió en buena medida enfrentar la crisis, pero nunca tuvo significado político. En último término, toda disputa política requiere construir una imagen de mundo, requiere orientarse por una disputa ética y exige una bifurcación entre el bien posible y el mal que amenaza. En definitiva, la política es la religión, pero con otros fines y con otras armas. Indudablemente la izquierda tenía entonces una respuesta, la Unión Soviética (ostensiblemente religiosa por entonces), pero la respuesta de Occidente fue técnica y fue incapaz de disputar el ámbito del significado.

 

Por otro lado, en 2008 la respuesta que se bosquejó fue la emergencia parcial de algunos grandes economistas (Stiglitz, Krugman, Piketty, Varoufakis, por ejemplo). Incluso el gobierno francés de Sarkozy (de derecha) encargó a economistas críticos, liderados por Stiglitz, un informe que luego sería ampliado por organismos internacionales. Se llegó a proponer que en los países no hubiera solo tres bancos de gran tamaño que, al ser el corazón de la economía, los gobiernos están obligados a proceder a rescatarlos cuando caen. Y se llegó a hablar de impuestos de alta gama, esto es, tasas cercanas al 80% para los súper ricos. Esas ideas, con sostén técnico, no eran sin embargo una respuesta política y carecían de fuerza en la ciudadanía.

 

Luego del fracaso de la izquierda al intentar construir un repertorio para dar respuesta a la crisis de 1929, surgieron los socialismos de derecha, esto es, el fascismo, que no es más que  la aplicación de arcaísmos a la sociedad contemporánea. Es una respuesta que trata a las complejas estructuras sociales contemporáneas como una tribu y que señala que todo lo bueno del pasado puede reconquistarse, que todo lo esencial del grupo puede honrarse, que toda diferencia y otredad es un riesgo y que la sociedad es simple, mecánica, por tanto comprensible; ante lo cual la mirada intelectual es irrelevante. El anti-intelectualismo es su base operacional. Alain Sokal, el famoso crítico de la pobreza de las perspectivas posmodernas, luego de demostrar la pobreza de la academia posmoderna, hizo una crítica relevante a la izquierda: señaló que era al menos curioso que la izquierda haya cedido a permitir al interior del mundo universitario, que normalmente domina culturalmente, el arribo del relativismo posmoderno. Señala que ese rasgo es un germen de la derecha. Podemos agregar que la izquierda ha aportado a su propia crisis cuando, por ejemplo, confunde defender a los pueblos originarios de la opresión a las que son sometidos por las estructuras de poder, con aceptar los contenidos de esos pueblos como palabra sagrada; o que confunde la defensa de la igualdad con el rito de buscar símbolos de la diferencia en la sociedad, sin importar el grado de agregación de intereses (de masividad).

 

La izquierda no ha entregado una respuesta a la crisis de 2008. Y la razón es clara: no tiene proyecto. Y el fundamento de ello es la ausencia de una textura intelectual o, cuando la hay, la ausencia de una articulación de la política con esa construcción conceptual. Al mismo tiempo que Piketty demostró que la tesis central del marxismo era cierta con datos oficiales de cien años en la mano, la izquierda retrocedía despavorida por no tener la razón.

 

Bolsonaro es inocente porque no es su culpa que la izquierda carezca de un proyecto político sólido y de un discurso político comprensible. Se requiere, para triunfar, de un proyecto intelectual enorme, amplio y robusto; al tiempo que un discurso político sencillo que clarifique y no obstruya la comprensión del propio medio en que habitan los ciudadanos. La izquierda carece de ese proyecto intelectual, al tiempo que es un enredo en su discurso política. El liberalismo tiene su proyecto intelectual, pero su discurso carece de sangre y no es capaz de anclarse en el alma política de los pueblos.

 

Bolsonaro no es estrictamente un fascista porque su modelo no es una variante de socialismo. Su discurso es fascista, pero su única religión es la simpleza tribal, el arcaísmo y la claridad que de esto redunda. He ahí su mérito y desgraciadamente el peligro que reviste. Si se revisa la prensa brasileña, hace ya meses fue publicado que Wall Street apoya a Bolsonaro, incluso antes de liderar las encuestas y antes de la primera vuelta. La explicación de los agentes de bolsa es simple: da la certeza de que privatizará las grandes empresas brasileñas y ello disparará los números de las bolsas. Ante la pregunta de si les incomoda que el tipo sea racista, pro-dictaduras, machista y todo el cúmulo de defectos que Bolsonaro tiene sin discusión, los agentes señalan: eso es un asunto de los brasileños y al parecer a ellos les importa poco. Por el lado mío el asunto es la rentabilidad. No sé si me gustaría vivir en un país con Bolsonaro de líder, pero no soy brasileño.

 

He aquí un elemento fundamental: el cinismo liberal. Al final todo se supedita a la tasa de ganancia (nuevo homenaje a Marx) y el contenido político se torna irrelevante. Bolsonaro da certezas a Wall Street porque todos saben que es capaz de cumplir la difícil misión de esas privatizaciones, cuestión que alguien de centro-derecha haría con timidez y prudencia. No importa si la locura se extiende por el mundo. Y eso no es fascismo, eso no es Bolsonaro. He aquí que la responsabilidad recae en los liberales, que no han sido capaces de situar al mismo nivel el proyecto político y los objetivos económicos.

 

Bolsonaro es inocente, de nuevo. Pero no hay duda alguna en que apenas comience a gobernar, será culpable.