Aunque políticamente ya lo hizo hace varios meses, el presidente Sebastián Piñera comienza a despedirse de manera oficial de su segundo paso por La Moneda. El triunfo histórico e inapelable de Gabriel Boric se confirma como la que podría ser la lápida a un nuevo periodo de piñerismo en el país que vuelve a dejar mal sabor de boca.

En marzo, el presidente volverá a entregar el mando a la oposición, faltando a esa promesa de llevar a la centroderecha a La Moneda para mantenerse largo tiempo realizando las reformas profundas que Chile requería. Si el 2014 se le entregó la banda presidencial a una Michelle Bachelet bajo el ánimo popular de que “nunca debió haberse ido”, el próximo 11 de marzo la piocha de O`Higgins le será entregada a todo lo que Piñera no representa, tanto en las ideas como también especialmente en lo biográfico y en el ánimo popular que despierta.

Más allá de los temores y sospechas que pueda despertar el presidente electo y, en especial, su séquito, la campaña de Gabriel Boric demostró nuevamente que la izquierda chilena tiene, y lo sabe bien, el dominio de los símbolos. Y, como es sabido, quien maneja los símbolos, controla el discurso.

Es cierto que José Antonio Kast enarboló una narrativa seductora, que brindaba certeza –gustase o no– en un escenario de incertidumbre, algo que sólo se había visto con timidez en el sector a comienzos de siglo con Joaquín Lavín. ¿Qué pasó entonces? En sólo un mes la derecha tradicional, con la “ayuda” del gobierno, se inmiscuyó en lo que el republicano prometía originalmente, aportando voceros, asesores y “expertos” que terminaron por cubrir un relato fresco e incluso épico con el óxido de la vieja política. En eso, el propio candidato tiene su cuota de responsabilidad, al dejar entrar demasiadas polillas a su campaña. Tan cierto es esto, que todos los nuevos y “comprometidos amigos” que aparecieron el 21 de noviembre, ya este lunes a primera hora fueron explícitos en dejar al ex abanderado en soledad, lanzándolo a su rincón. Peligrosa y poco estratégica decisión para construir una oposición que clama por unidad, solidez y propuesta. Un clásico del sector.

Ahora bien, Sebastián Piñera abandona por segunda vez La Moneda con esa obsesión crónica por “el legado”, sin entender que, si ya entregarle nuevamente el mando a la oposición es medida del éxito de su gestión, también es cierto que vuelve a dejar el Palacio con menos de lo que entró.

Evidentemente el presidente Piñera hizo mucho en sus dos gobiernos: presentó, impulsó y hasta promulgó leyes importantes y mantuvo a Chile sobre la línea de flotación, especialmente en estos últimos años, cuando el escenario nacional y mundial era amenazante social, económica y sanitariamente. Pero lamentablemente para él, un legado que trascienda no se construye sólo con sostener lo que ya se tiene, más aún luego de prometer cambios profundos. Un legado se enarbola protagonizando hitos que marquen la historia de los ciudadanos y, aunque suene a disco rayado, construyendo lo que este gobierno nunca quiso entender: una narrativa épica.

Para muestra un botón. Mientras Piñera I tuvo a los 33 mineros, Piñera II tuvo el control de la pandemia y sobre todo el proceso de vacunación. Materia prima para un legado, al menos, digno. Pero en ambos casos, enormemente memorables, el propio presidente se encargó de dilapidarlos. Baste con recordar a Cecilia Morel rogándole a su marido que no siguiera mostrando a diestra y siniestra el mensaje de auxilio de los mineros, como también la incontinencia verbal de iniciar un proceso de vacunación delicado, estratégico y lleno de amenazas prometiendo metas prematuras como la ya tan famosa como desacreditada “inmunidad de rebaño”. Dos momentos notables e históricos que el propio Piñera se encargó de reventar narrativamente.

En definitiva, el preciado legado de Piñera será como los cada vez más abundantes alimentos sustitutos. Será un legado del que habrá que convencer para comprarlo, muchos no querrán oír de él, otros se resistirán por principio a tenerlo en cuenta, a algunos sencillamente no les gustará, pero en el fondo, todos por igual saben que no es lo que dice ser. Estamos frente a un no-legado, un Not-Legacy.

Periodista. Director de la Escuela de Periodismo de la U. Finis Terrae

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