Ya es un lugar común decir que Chile está enfermo. Los oportunistas de siempre insistirán en que todo cambio profundo implica incomodidad, fiebre social, inestabilidad y, por qué no, una dosis de violencia. Sin embargo, aunque cueste creerlo, lo cierto es que lo que aqueja a nuestro país es algo más delicado que eso.
Otra de nuestras heridas sangrantes es la falta de decoro, recato y pudor de parte de las autoridades políticas nacionales. Sí, “palabras de abuelita” si se quiere, pero cuyo olvido nos está costando muy caro. Y es que la llaga lleva abierta varios años, pero este 2021 su infección ha crecido como pocas veces en nuestra historia.
Tal como muchas autoridades, empresarios, periodistas, intelectuales y nosotros los ciudadanos hemos ido normalizando poco a poco la violencia que se desata los viernes en el centro de Santiago, el actuar de bandas criminales a lo largo del territorio y el terrorismo desatado en el sur, hemos también ido acostumbrándonos a dejar pasar una violencia que posiblemente no acabe con víctimas fatales, pero sí va matando lo poco que queda de sentido común nacional y, si es que aún se permite hablar de eso, amor y respeto por la Patria.
Ejemplos hay por decenas, pero destaquemos sólo algunos del último semestre. Cuando en junio pasado muchos alcaldes se sentaron por primera vez en su sillón municipal, comenzaron a aflorar acusaciones a lo largo del país. Una serie de irregularidades fueron identificadas en las administraciones anteriores: una descomunal cantidad de horas extras pagas a familiares, amigos, parejas, amantes y expertillos salieron a la luz, tuvieron eco en medios y redes sociales y… poco más. Sólo se ha hecho seguimiento a un par de casos relevantes, pero el resto, incluyendo millonarias compras de peluches, comienzan a adormecerse y perder seguimiento. Y hoy vemos a algunos de los acusados paseándose por los medios pontificando sin haber dado la más mínima explicación. Eso es violencia.
A comienzos de septiembre, el icónico luchador social y convencional Rodrigo Rojas Vade reconoció haberle mentido al país, fabricando durante años un relato a partir de un falso cáncer. Toda su campaña, sus entrevistas, sus rifas y su trabajo como convencional fueron un gran escupo en la cara a los chilenos, en especial a quienes sabemos lo que el cáncer significa. Pero… dos meses después no ha vuelto a aparecer, sigue recibiendo un millonario sueldo por no hacer nada más que engañarnos y no hay claridad pública respecto a qué medidas concretas se van a tomar contra él. Las autoridades y los responsables se pasan la pelota hasta que la opinión pública olvide el asunto. Eso es violencia.
En octubre, el Congreso aprobó en 15 minutos un proyecto de ley que permitía la candidatura de unos pocos postulantes a distintos cargos, a pesar de que los organismos correspondientes las había objetado por incumplimiento de la ley ya establecida. El mismo proyecto ya había sido rechazado días antes, pero no hubo empacho en volver a presentarlo usando subterfugios. El mayor beneficiado fue el diputado Ricardo Celis, quien participó activamente de la discusión. Eso es violencia.
Ya comenzando noviembre, hace algunos días, fuimos testigos de la discusión en la Cámara de Diputados de la acusación constitucional contra el presidente Sebastián Piñera. El diputado Jaime Naranjo presentó durante 14 horas el asunto, esperando que su colega Giorgio Jackson pudiera viajar a medianoche, una vez que acabara su cuarentena preventiva por ser contacto estrecho de Gabriel Boric. Como si este filibusterismo criollo no fuera suficiente, tres joyitas adicionales: el micrófono abierto de Naranjo mientras pedía a sus colegas que salieran de la sala para no alcanzar el quorum, el “gracioso” Live de Jackson camino a Valparaíso para hacer de esto un reality show, y la cortina de humo de Gabriel Ascencio para distraer a la autoridad sanitaria mientras su colega Jorge Sabag, quien tenía un PCR pendiente, entraba por una puerta lateral para votar en la sala. Eso es violencia.
Es violencia también el pontificado sobre la contingencia de Elisa Loncón, sus aleatorios y caprichosos minutos de silencio y su mesianismo ancestral, lo que escapa de aquello por lo que fue elegida. Es violencia el canto enajenado del diputado Florcita Alarcón en la discusión histórica sobre una acusación constitucional. Es violencia las burlas ocultas en las payas del convencional Nicolás Núñez. Es violencia que un candidato a la Presidencia del país haga campaña desde el extranjero, esté en la papeleta a pesar de cargar una suculenta deuda en pensiones alimenticias y, además, mienta abierta y repetidamente sobre su arribo al país, siempre con una sonrisita burlona. Ejemplos sobran.
Obviamente es violento que una autoridad incurra abiertamente en algún delito, más si es el presidente de la República, pero para eso parecen conocerse bien los caminos definidos y las leyes que lo sancionarían de ser culpable. En cambio, para la pillería, el coqueteo constante con los límites, las mentiras “piadosas” y el cumplimiento a conveniencia de las obligaciones, parece haber un estándar llamativamente más bajo. Eso es violencia.