“Quiero que toque temas complejos”; “Es un jesuita que no quiebra huevos”; “Hay que suspender la visita, porque tendrá un carácter político”; “Es un Papa de izquierda”…

De todo se ha escuchado y escrito en estos días ante el anuncio de que el Papa Francisco visitará Chile. Y a pesar de que conocemos la historia, caemos en la misma vieja trampa: esperamos a un agitador revolucionario, a un político carismático, a un gurú con recetas de autoayuda.

Pero como en las pruebas de alternativas, el Papa es “ninguna de las anteriores”. Él mismo se encargó de aclararlo en enero de este año: los cristianos no son los que hablan mucho, se lamentan o estudian estrategias de marketing para ganar gente para su “empresa” eclesial. Más claro aún fue el cardenal Parolin al hablar de las raíces cristianas de Europa: “De los cristianos no se espera que digan qué hacer, sino que demuestren con sus vidas el camino que hay que recorrer”.

Por lo que hemos visto de Francisco, eso es lo suyo: caminar y hablar lo justo. Y sobre todo escuchar. De eso dan cuenta sus imágenes que golpean al mundo y que no son precisamente para inmortalizarse en Instagram: abrazos a enfermos que parecen leprosos; duchas y peluquería para los sin techo; pero también el humor de una selfie, su solideo de cabeza en cabeza como souvenir top o tomarse un mate sin cara de asco en pleno paseo por San Pedro.

Porque el “efecto Francisco” pasa por un estilo sencillo y austero que ha ido conquistando la confianza de la gente y volviendo a atraer a personas que se habían alejado, o estaban alejadas, de la Iglesia. Gracias a su influencia, las puertas de las iglesias se han vuelto a abrir, hay colas en los confesionarios y muchos han comenzado a descubrir el arma poderosa de la oración.

Francisco llega a un Chile muy distinto del que recibió a san Juan Pablo II en 1987. Es un país donde hoy sólo un 57% de la gente se declara católica y en cuya Iglesia local pesa el lastre del caso Karadima y otros abusos, y que para muchos —especialmente los jóvenes— ha perdido credibilidad, porque sienten que no practica lo que predica.

Pero también este Papa es muy distinto en estilo, personalidad y edad. Es latino. Es mayor. Habla claro, directo y crea sus “bergoglismos” para hacerse entender mejor. Habla de “misericordiar”, de “primerear” o de “no balconear la vida”. Es un Papa que refleja en su cara el estado de su alma: se ríe a carcajadas y no oculta su ira o su tristeza frente a situaciones que percibe tremendamente injustas.

De aquí que leer esta visita a Chile en clave política es de una óptica absolutamente chata, más aun si se elevan quejas y agendas propias. Los viajes del Papa corresponden a una sola estrategia: a hacer vida “una Iglesia en salida”, tal vez una de sus expresiones más repetidas desde que asumió el Pontificado.

Francisco viene a intentar cambiar nuestros corazones. Su visita es una oportunidad única para mirar hacia adelante. Es una invitación al diálogo, al encuentro, al reconocimiento del otro. Por eso escogió ciudades tan disímiles y marcadas por realidades (y conflictos) tan diferentes como Santiago, Temuco e Iquique.

En cada encuentro, lo que busca Francisco es reconstruir el alma de un país. Porque el Papa viene a hablarnos a todos sobre la lucha contra la pobreza y la protección del medioambiente, sobre promover la integración social y pensar en los más oprimidos, en la infancia menos favorecida. Pero también nos hablará de volver a lo esencial de las actitudes cristianas básicas: rezar, sonreír, dar gloria a Dios, dar alegría a los demás, mantener la capacidad de maravillarse y conservar el gusto de vivir.

Esa es la verdadera foto que el Papa quiere tomarse con los chilenos y no la que los opinólogos le quieren photoshopear. Porque Francisco viene a darnos “lo que es de Dios”.

 

Ana María Gálmez, periodista

 

 

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