A poco tiempo de que el Senado diera a conocer los nuevos ministros del Tribunal Constitucional (“TC”), que ayer asumieron en sus cargos, diversas imputaciones en contra de ellos se han dado a conocer a través de la prensa (uno por un supuesto plagio y el otro por tildar de “desviados” a personas de orientación homosexual, además de un supuesto involucramiento en el caso Penta). De ser ciertas las imputaciones que han trascendido, la trayectoria ética y constitucional de los nuevos jueces habría sido severamente dañada, menoscabando el prestigio del propio TC y cuestionando también las reglas relativas al sistema de nombramiento.

Aunque existen ministros que cuentan con una carrera reconocida y un trabajo respetado ampliamente, parece cada vez menos probable que los futuros nombramientos se asocien a conocidos políticos de prestigio con una destacada trayectoria académica y constitucional, capaces de ser independientes pese a la pertenencia con un sector específico. Personas como Jorge Correa, Raúl Bertelsen y Mario Fernández (que votaron en contra de los intereses de su sector) ya no parecen ser candidatos factibles. De hecho, la noticia de que el cargo habría sido rechazado por Andrés Chadwick, un político con una destacada trayectoria constitucional (recuérdese, por ejemplo, su rol en las reformas de 2005) y respetado transversalmente, no hace más que debilitar al TC. A ello se suma el trascendido de que constitucionalistas influyentes, como Arturo Fermandois y Francisco Zúñiga, tampoco habrían estado interesados en el cargo.

La pregunta acerca de por qué los políticos carecen de incentivos para nombrar a alguien que pueda decidir en contra de los intereses de su sector no es nueva; pero la pregunta acerca de por qué para personas como Chadwick, Fermandois y Zúñiga el cargo de ministro del TC no es suficientemente atractivo, debiera hacernos reflexionar. ¿Es que algún economista rechazaría tan fácilmente el cargo de consejero del Banco Central? Si la autoridad del TC proviene del respeto que el mundo político deposita en él, entonces las diferencias que se observan entre esta institución y el Banco Central deben preocuparnos. Y aunque es probable que la remuneración de un ministro del TC no sea adecuada para las aspiraciones económicas de personas como las señaladas, también debe reconocerse que un cargo como ese, en cualquier sistema de justicia constitucional saludable, debiera ser una posición desafiante para cualquier constitucionalista.

El TC debe estar integrado por jueces comprometidos con la idea de limitar el poder mediante reglas y principios constitucionales. Para ello, se necesita que dichos ministros no sólo posean los conocimientos necesarios, sino que también gocen de prestigio suficiente para transmitir autoridad a sus decisiones, además de fortaleza para poder ejercer su función incluso en contra de los intereses parciales de algún sector político que cree ser acreedor de su lealtad. En política, los principios que un sector defiende pueden estar ocasionalmente en tensión con los intereses de corto plazo de individuos del mismo sector. Mientras es predecible que algunos políticos favorezcan dichos intereses de poder, lo que se espera de un juez constitucional es que privilegie la prevalencia de la doctrina en la que cree. Y para que un ministro pueda tener esa actitud de largo plazo, debe reunir las características que mencioné, sumadas a garantías institucionales que aseguren la independencia en el cargo. Estas características pueden estar presentes en diversos tipos de perfiles, y estarán ausentes si la trayectoria de los ministros está cuestionada tanto en términos éticos como políticos.

El debate acerca de si los ministros deben ser académicos, jueces o políticos, no es tan relevante si ellos poseen las características recién descritas. Así como no basta un doctorado para asegurar dichas competencias, tampoco basta la trayectoria judicial para asegurar la independencia del ministro. Los académicos pueden ser más activistas que los políticos, y los jueces pueden ser menos autónomos que ambos. La tradicional perspectiva acerca de que la función de los ministros del TC debe limitarse a aplicar el Derecho vigente, tampoco debe influir de manera muy significativa en el perfil requerido. Si bien los jueces constitucionales deben conocer el Derecho, ellos no son (ni deben ser) meros aplicadores de reglas pre-establecidas. Varios gobiernos autoritarios se han beneficiado ampliamente del cinismo del formalismo jurídico, alejándose de la principal función de limitar el poder y traicionando la misión última del TC.

Hay al menos una lección más que puede extraerse de los últimos nombramientos. Ya parece evidente que el sistema es incapaz de asegurar transparencia y deliberación en torno al nombramiento, pues no exige una etapa de evaluación pública y previa al perfeccionamiento de la designación. De esta forma, ni la prensa, ni la academia, ni las facciones opositoras, ni la opinión pública pueden valorar a tiempo los nombres propuestos. Si bien la ciudadanía debe evaluar a los políticos por los nombramientos que realizan, difícilmente conoce los razonamientos ni los acuerdos políticos en torno a dichas designaciones. Por consiguiente, los niveles de rendición de cuentas disminuyen y el estímulo de nombrar jueces que reúnan las características requeridas, se vuelve menos probable. El problema no es una supuesta falta de competencia respecto de los ministros recién nombrados (ellos poseen otras virtudes que también deben considerarse). El problema es que las imputaciones en su contra no podrán esclarecerse antes de que sus nombramientos se perfeccionen.

Como existen pocas expectativas de que los políticos adopten mejores prácticas en futuras designaciones, una modificación a las reglas de nombramiento (y tal vez a las garantías institucionales que aseguran la independencia de los jueces), debiera ser bienvenida. Los modelos extranjeros ofrecen un amplio abanico de posibilidades, aunque tal vez nuestra atención debiera centrarse en los casos de Alemania y EE.UU., cuyas cortes gozan de un prestigio y autoridad encomiables. Si bien no se puede esperar que nuestro TC construya su prestigio y autoridad gracias a un mero cambio de reglas (mucha historia hubo en EE.UU. y Alemania para que esas cortes ocupen el lugar tienen hoy), un nuevo escenario institucional podría ser más favorable a que, finalmente, el TC pase de sólo ocupar un lugar relevante en nuestro sistema político, a ser un aporte respetado y legítimo de nuestra democracia. Un lugar donde políticos de diversos y opuestos sectores puedan entregar con confianza la solución de sus controversias constitucionales.

 

Sergio Verdugo, Académico Universidad del Desarrollo, cursando Doctorado en Universidad de Nueva York.

 

 

FOTO: VICTOR PEREZ/AGENCIAUNO

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