En su tradicional rol de “perro guardián” (watchdog), la prensa se compromete a un monitoreo permanente de todos los actores sociales que influyen en lo público, en especial los más poderosos y muy particularmente los del sistema político, empezando por el Estado y las instituciones de gobierno. Como el periodismo profesional es ante todo una disciplina de verificación, y como la experiencia enseña que pocas cosas ameritan más chequeo que lo que dice un gobernante, sea quien sea, la actitud de “escepticismo activo” que los periodistas asumen por defecto ante cualquier información es doblemente necesaria frente al discurso oficial.

Así, cuando el gobierno afirma algo, la prensa toma nota y lo corrobora por su cuenta. Si lo que descubre el reporteo independiente no cuadra con la versión oficial, las autoridades deben dar explicaciones y la prensa debe pedirlas (y si no las obtiene, buscarlas) hasta quedar satisfecha de que el público ha podido hacerse un juicio informado de la realidad. Ese es el mínimo exigible.

Esta condición básica no se cumple en el mal llamado “conflicto mapuche” en La Araucanía. La explicación del gobierno para la mayoría de los violentos ataques contra camiones, predios y personas -que son obra de bandas especializadas en el robo de madera- simplemente no encuentra sustento en la realidad. Las autoridades no han ofrecido evidencia sólida que respalde la tesis delictual y la prensa no la ha exigido, al menos no con bastante fuerza y persistencia. De hecho, toda la información factual disponible sobre los atentados -los blancos, los autores, los medios y los resultados- apunta precisamente a lo que el gobierno rechaza: lo que pasa en la IX Región tiene un complejo trasfondo político y social antes que delictivo.

Si detrás de la violencia hay mafias de contrabando maderero que han operado por años, ¿por qué sólo en La Araucanía la delincuencia ha puesto en jaque el imperio de la ley, según reconocen desde todos los sectores? El propio ministro del Interior les pidió a los jueces de garantía “entender más claramente que (las quemas de camiones en la ruta) son delitos contra la seguridad del Estado”. Los delincuentes comunes no hacen eso.

Si el objetivo primordial de los atacantes es robar madera, ¿por qué han quemado lecherías, maquinaria agrícola, vehículos, cosechas, galpones, viviendas y hasta escuelas rurales? Si sólo se trata de ladrones bien organizados, ¿para qué agreden a parceleros, roban animales, invaden campos, amedrentan fiscales, se enfrentan a tiros con Carabineros y dejan panfletos alusivos al “pueblo mapuche”? Que esto último sea una cuidada estrategia de los contrabandistas para esconder sus verdaderas motivaciones tras una pantalla de agenda política, como aseveran en el gobierno, raya en lo absurdo y exige confirmación empírica, no la mera postulación de una hipótesis. Ni hablar de explicar con ese argumento asesinatos como el del matrimonio Lüchsinger-Mackay y otros.

Según la Presidenta Bachelet, “en la octava y novena región hay violencia, que parece violencia, pero que es delincuencia. Porque hay contrabando de madera, no es un tema ahí de tipo étnico, es otro tipo de temática, donde hay unas verdaderas redes de gente que hace negocio en esto”. No obstante, en su atropellada visita a La Araucanía hace una semana, ella misma sostuvo “una reunión muy conmovedora, con testimonios que hemos escuchado… Uno conoce las situaciones, pero es muy distinto conversar con las víctimas directamente”. La contradicción es palmaria, porque ninguno de sus interlocutores se consideraba “víctima” de la mafia maderera, sino de grupos violentos que promueven la causa indigenista y la restitución de tierras ancestrales.

Por último, si la Mandataria realmente cree que la raíz de la violencia es delictual, ¿por qué habla de una “deuda histórica” del Estado de Chile, de la necesidad de un “desarrollo integral de la región” y de “un conjunto de desigualdades grandes”, como dijo en su reunión con las víctimas? Esa no es manera de describir un problema de delincuencia, sino uno de índole muy distinta.

Peligrosamente, la prensa, los actores políticos y la opinión pública en general han tolerado que el gobierno persista en explicar la violencia en La Araucanía con malos argumentos. Este pecado colectivo de deshonestidad intelectual ya nos está pasando factura.

 

Marcel Oppliger, periodista y autor de “Los chilenos olvidados: Hablan las víctimas del conflicto en La Araucanía”.

 

FOTO: DAVID CORTÉS SEREY/AGENCIAUNO

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