Las demandas de una parte del movimiento feminista actual han tomado las formas más variadas. Desde el intento de prohibir la lectura de Pablo Neruda en las aulas, hasta buscar equidad de género en la bibliografía académica. Esta última exigencia es un punto fundamental en las propuestas para una educación no sexista en nuestras universidades, varias de ellas hoy en paro feminista. Se exigen protocolos para detener la violencia sexual, estrategias para lograr equidad de género en las asignaturas, junto con dar prioridad a la educación sexual, afectiva y de perspectivas de género en el plan de formación escolar, universitario y docente. Todo esto, se dice, amparado por la bandera de lucha feminista.

La madre indiscutida de esa bandera es Simone de Beauvoir y su libro El segundo sexo. No por nada el 11 de marzo Camila Vallejo se presentó al Congreso vistiendo una polera con su imagen, con el objetivo de celebrar la llegada de Maya Fernández a la Cámara Baja. El 14 de abril Revolución Democrática publicaba un panfleto conmemorando la muerte de la autora francesa. Simone de Beauvoir sigue siendo una figura relevante en el feminismo actual, que no puede dejar de reconocer su filiación respecto de ella. La matriarca, sin embargo, podría estar seriamente decepcionada de sus hijas en paro.

La escritora soñó con un futuro de mujeres libres, independientes, autónomas. Capaces de desempeñarse codo a codo con los hombres, que ya no las verían como “el segundo sexo”, o el sexo débil, sino que las valorarían y las tendrían por su pares. La mujer del porvenir no sería exclusivamente esposa y madre, sino que gozaría de libertad sexual, económica e intelectual. Sería una meta que ella lograría por sus propios recursos, con su propia inteligencia y la valía de sus obras. Es evidente que para los años 60 esto era efectivamente una meta por la cual luchar, es decir, en ese momento las mujeres no poseían esa autonomía, y hasta entonces no habían podido desempeñarse como lo habían hecho los hombres históricamente.

Simone de Beauvoir sigue siendo una figura relevante en el feminismo actual, que no puede dejar de reconocer su filiación respecto de ella. La matriarca, sin embargo, podría estar seriamente decepcionada de sus hijas en paro».

En cuanto a la exigencia de equidad de género en la bibliografía académica, quizá busca algo similar: demostrar la capacidad intelectual de las mujeres, tan destacable como la de los hombres. La propuesta, sin embargo, es un absurdo feminista en un doble sentido. Primero, porque supone que esa bibliografía pareja existe, pero al menos en lo que respecta a los textos previos a mediados del siglo XX, en realidad es difícil de encontrar. Eso es justamente lo que denunciaba la feminista inglesa Virginia Woolf: las mujeres no han tenido oportunidad de elaborar un trabajo intelectual adecuado porque no han contado con las herramientas para hacerlo, y las que lo han conseguido, ha sido a costa de un esfuerzo enorme. Sus trabajos podrían haber sido mucho mejores de lo que fueron si hubieran tenido el espacio para elaborarlos. En ese sentido, demandar que haya equidad de género en la bibliografía es poco menos que un desprecio a la lucha de las mujeres del siglo XX y a las razones por las que ellas dieron su pelea.

Ahora, supongamos que la bibliografía que requiere una asignatura no es previa al siglo XXI. Woolf y Beauvoir habrían querido, cómo no, que hubiera mujeres cuyas valiosas obras fueran lectura obligada para los alumnos, pero en tanto valiosas, no en tanto escritas por mujeres. El segundo absurdo es que lo que se perpetúa con una medida como la propuesta es la posición de la mujer como inferior, puesto que debe ser visibilizada a la fuerza por el hombre y sus instituciones. Pero, estaremos de acuerdo, no queremos que esto ocurra si la idea es que la mujer se luzca por sus méritos. Si lo hace bien, no necesitará ser visibilizada: se dará luz sola.

Se dirá que la discriminación positiva, al igual que las leyes de cuotas de género, no son más que un medio temporal para romper la costumbre de las estructuras prioritariamente masculinas. Sin embargo, es necesario distinguir el trabajo empresarial y los cargos políticos del trabajo intelectual. Éste se logra con tiempo, tras un esfuerzo de largos años, mucho estudio y horas de lectura. El rigor y fineza analítica de un texto serán los que lo hagan caber en la discusión científica, que no mira autores, sino obras. Para que las mujeres ocupen lugares privilegiados en la bibliografía de las cátedras académicas debe ante todo dárseles tiempo y espacio para desarrollar su trabajo. Y luego, ellas mismas volcarse a él. Hay, por supuesto, trabajos valiosos escritos por mujeres (que sí aparecen en las bibliografías de los cursos), pero buscar imponerlos por cuoteo no es hacerles ningún honor.

En cuanto a las violaciones, abusos y acosos sexuales (que dicho sea de paso no son sinónimos, y es del todo necesario establecer diferencias y grados entre ellos, como en todo delito), desde luego que constituyen una forma que toma el poder masculino sobre la mujer, y las grandes matriarcas feministas —Simone de Beauvoir la primera— los repudian. La sociedad entera debe repudiar la violencia sexual, y resulta bueno y útil crear organismos de defensa de las involucradas (el Ministerio de la Mujer podría jugar un gran rol en este aspecto).

Hay, por supuesto, trabajos valiosos escritos por mujeres (que sí aparecen en las bibliografías de los cursos), pero buscar imponerlos por cuoteo no es hacerles ningún honor».

Sin perjuicio de esto, diría la filósofa francesa, todo el despliegue protocolar no debe desembocar en una excesiva normatividad que inhiba la erotización necesaria para la libertad sexual, ésa por la que las feministas de mediados de siglo tanto lucharon. Como la erotización requiere de la acción masculina, es necesario dejar que los hombres manifiesten su punto de vista y relaten también sus experiencias. En ese sentido, indica con razón la feminista norteamericana Camille Paglia, “hemos dejado que el debate sexual esté definido exclusivamente por las mujeres y eso no está bien. Los hombres deben hablar, y hablar con sus propias voces, voces no coaccionadas por moralistas feministas”. No dejar que los hombres hablen, hasta el punto de intentar anular la presunción de inocencia, es asumir que, si emiten su opinión, será siempre para buscar la eterna dominación de la mujer. Pero muchos hombres, desde John Stuart Mill hasta Mario Vargas Llosa, nos han demostrado que eso no es necesariamente así.

Quizá convendría recordarles a las estudiantes feministas que, por legítimas que sean muchas de sus propuestas y acogiendo varias de ellas, la mejor manera de validar a las mujeres es brillando por su inteligencia y su independencia. Simone de Beauvoir les repetiría lo que ya había dicho en El segundo sexo: que las mujeres que estudian para lograr su autonomía económica y social saquen provecho de esa instancia. “Es de ellas de quienes se trata cuando se plantea la interrogante sobre las posibilidades de la mujer y su porvenir”.

 

Gabriela Caviedes, investigadora de la Universidad de Los Andes

 

 

FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO