Este mes de octubre se cumplieron 10 años de la canonización de San Alberto Hurtado, una de las figuras históricas que marcaron el siglo XX y cuyo legado sigue muy vivo hoy. La mayoría de los chilenos conocemos el sello social que marcó su ministerio. Su preocupación por los postergados de la sociedad, por sacudir la inercia de algunos miembros del mundo católico acomodado de su época, su libertad intelectual y espiritual. Hubo quienes confundieron su pasión y compromiso con la justicia social con algún tinte ideológico, llegando a tildarle de “cura rojo”. Nada más lejos de la realidad. San Alberto fue un sacerdote profundamente apegado al magisterio de la Iglesia, que incluye por cierto, su magisterio social o doctrina social de la Iglesia, que en aquella época todavía no era bien conocida. Este cuerpo de enseñanzas entrega luces sobre los principios que debieran prevalecer en la vida social, cultural, política, familiar, etc. para favorecer un desarrollo integral, al servicio del bien común. Algunos de los principios ético–sociales más recurrentes en este magisterio son la justicia y la solidaridad, sin las cuales no puede haber realmente paz y cohesión social.

San Alberto se dio cuenta de que la Iglesia no sacaba nada con trabajar por el alimento espiritual de los fieles, cuando la mayoría no tenía lo necesario para alimentar su cuerpo y tener una vida digna. Si bien fundó obras como el Hogar de Cristo, para ayudar a quienes realmente “no pueden esperar”, no por ello descuidó la raíz de la inequidad, que es el acceso a una educación y un trabajo digno. En esos años la gran masa de trabajadores vivía una realidad laboral muy precaria. Muchos analfabetos y con baja calificación técnica no podían aspirar a superarse y a recibir salarios que permitieran sacar adelante a sus familias. Para el santo, la realidad del mundo de la empresa y del trabajo se transformó en un eje clave para la transformación social a la que aspiraba, según el ideal cristiano. Además, veía con preocupación el avance de grupos afines a las ideas marxistas en el mundo obrero, que incitaban la lucha de clases y la dictadura del proletariado. Tenía una idea muy clara de la necesidad de contar con sindicatos fuertes, con dirigentes bien formados, capaces de defender los intereses de sus representados sin caer en el juego político. Pero, por sobre todo, defendió la libertad sindical, es decir, del derecho de todo trabajador de sindicalizarse, o bien, escoger otros métodos para organizarse así como la posibilidad de que exista más de un sindicato, todos derechos también defendidos por la OIT. La existencia de un sindicato único y la sindicalización automática, entre otras medidas, fueron vehementemente desaconsejadas por San Alberto, que vislumbró el peligro de concentrar el poder en las manos equivocadas, las que utilizarían a los sindicatos para sus propios fines partidistas.

Hoy, la realidad de nuestro país es muy distinta de aquellos años. Predomina una gran clase media, se ha avanzado muchísimo en la superación de la pobreza, así como en educación y capacitación para el trabajo. Volver a situar todo el poder en un sindicato único, que tomará las decisiones por todos los trabajadores de la empresa, significa un retroceso que no se condice con la realidad actual, ni los desafíos de la sociedad del conocimiento. Si bien es necesario seguir perfeccionando la legislación laboral vigente, de modo que los trabajadores puedan tener una participación mucho más plena en el devenir de sus empresas, hipotecar su libertad para entregarla en las manos de los dirigentes sindicales de turno, no es la respuesta. La intuición que tuvo San Alberto Hurtado en la década de los ’40 y hasta el día de su muerte en 1952, sigue siendo vigente. Por eso, junto con abocarse a los temas propios del mundo obrero y sindical, se ocupó también de la formación de los “jóvenes patrones”, que para él debían encarnar los principios sociales de la Iglesia en sus empresas, de modo que ejercieran un liderazgo de servicio y se comprometieran con la justicia social. Son los orígenes de la Unión Social de Empresarios Cristianos, USEC, que a 67 años de su fundación sigue siendo fiel a su cometido de difundir en el medio empresarial, un modo cristiano de gestionar empresas, con apego a estos principios que se pueden resumir en el respeto inalienable a la dignidad humana y el compromiso con el bien común.

 

Soledad Neumann R., Directora Ejecutiva USEC.

 

 

FOTO: CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

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