Como régimen de gobierno en sociedades capitalistas contemporáneas, sólo la democracia depende fundamentalmente de la política para su funcionamiento. En efecto, la política ofrece el entramado de la democracia: su forma de negociar el poder, facilitar la circulación de las élites, crear corrientes de opinión, representar ideas e intereses y resolver conflictos.

Con todo, y a pesar de su imprescindible papel en la gobernanza democrática, la política se encuentra actualmente en retroceso en casi todo el mundo. Sus funcionarios y operadores gozan de escaso prestigio, su financiamiento aparece envuelto en sospechas, sus instituciones estratégicas -parlamento, partidos, sindicatos, organizaciones de masa, clases sociales- se hallan en retirada, sus prácticas son enjuiciadas con saña, su importancia social y cultural decae entre los grupos ilustrados y es impugnada por los jóvenes.

Las fuerzas que operan para acotar su radio de acción, o para sustituirla, debilitarla o restarle legitimidad, son variadas.

Primero, la política pierde terreno globalmente frente a la emergencia de los mercados que se hacen cargo de coordinar actividades antaño controladas por dispositivos públicos. La energía, las telecomunicaciones, las obras públicas, parte de la seguridad ciudadana, la comunicación masiva, el transporte, incluso partes de la salud, la educación y la seguridad social se desenvuelven ahora en espacios o situaciones de mercado. De hecho, el mundo capitalista (o mundo a secas) está entrelazado hoy más por redes de intercambios mercantiles que por instancias políticas o burocracias transnacionales. El imaginario de los pueblos es consumista antes que nacional, patriótico, popular o de solidaridades públicas. Lo público mismo ha cambiado de signo al verse envuelto por la marejada de lo privado, contractual, lucrativo, no-gubernamental.

Chile es un ejemplo paradigmático de tales tendencias, al punto que hoy la onda emergente esgrime el lenguaje de la ‘desmercantilzación’, ‘descomodificación’ y, en general, de una ‘desprivatización’ para indicar que ha llegado el momento de reivindicar el papel de la política, el Estado y la democracia frente a las fuerzas del capitalismo y los mercados.

En seguida, los media y las redes sociales se han apoderado de la deliberación pública, transformándola de cuajo. Ésta abandona los cauces propiamente políticos -el partido, el sindicato, la mutual de trabajadores, el folleto polémico, la intelectualidad crítica, las casas editoras sofisticadas, los programas de debate, etc.- para refugiarse en los medios de comunicación: editoriales de prensa, noticias de TV, 140 caracteres de Twitter, incesantes encuestas que construyen opinión y los miles de operadores comunicacionales que trabajan el ángulo, controlan daño, relacionan públicos, publicitan ideas, mueven consignas, crean ondas y estilos y, en su conjunto, presentan la política como una actividad improductiva, un mal menor.

Como muestra el sociólogo británico Thompson, los medios de comunicación se han hecho además de una poderosa y letal arma para mantener a raya a los políticos individualmente y socavar su legitimidad como colectivo: el arma de los escándalos. Los escándalos denunciados por los media -sea por descubrimiento propio o instigados por poderes en la sombra o intereses adversarios- pueden destruir, o al menos devaluar, fuertemente a figuras políticas, revelando de paso otro aspecto vulnerable de la esfera política en sí. En Chile, hace rato que se instaló el teatro del escándalo político, con su drama de sensaciones, jueces morales, juicios públicos, destrucción de reputaciones y la secuela de cinismos que suele acompañar a este género dramático.

Pero hay más.

La política se halla perturbada, y a ratos se ve arrinconada, desde los cuatro puntos cardinales. Desde abajo por los ruidos de la calle, los movimientos sociales protestatarios, a los cuales los políticos creen su deber rendir pleitesía. Horizontalmente, desde un lado, por la progresiva judicialización de conflictos regulativos, tributarios y administrativos y, desde el otro, por la competencia que ofrecen poderosos grupos de interés que pugnan por capturar las decisiones públicas en su favor. Por fin verticalmente, desde arriba, por las tecnoburocracias, los intelectuales públicos, expertos académicos y think tanks que reivindican sus saberes esotéricos para orientar y dar contenido a esas decisiones. Trátese, en suma, de agentes que desde diversas direcciones luchan por apoderarse de los procesos decisorios que la democracia proclama han de ser parte del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

También estos fenómenos cardinales contribuyen a redimensionar la política (hacia su grado mínimo menor), exponiendo a las sociedades al riesgo de perder el medio principal con el que cuenta la democracia para contrarrestar el poder de los que detentan el capital económico, social y cultural.

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

 

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/ AGENCIAUNO

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