La Comisión de Educación del Senado comenzó a discutir la semana pasada el nuevo sistema de financiamiento solidario para la educación superior. Este proyecto es clave: permitirá reemplazar el CAE sacando a la banca privada, eliminar las discriminaciones entre estudiantes de universidades dentro y fuera del CRUCH y, particularmente, ofrecer al sistema de educación superior una estrategia de financiamiento responsable, sustentable y que no limite su desarrollo. Sin embargo, para que el proyecto cumpla a cabalidad con estas expectativas necesita cambios relevantes, que no son precisamente los que ha visibilizado cierta oposición.

Las críticas que se han difundido parecen superficiales y engañosas. Se ha sugerido que el registro público de beneficiarios sería similar a “DICOM”, pero aquello demuestra una lectura malintencionada del proyecto. Es razonable que, si la ley dispone que sea el empleador el responsable de descontar las cuotas para el pago del crédito, exista un registro que se pueda consultar. Obviamente deben protegerse datos personales que puedan ser mal utilizados, algo que la ley contempla. Otras críticas han sido absurdas al punto de “denunciar” como algo malo que los créditos sean administrados por una Sociedad Anónima Estatal (y uno que pensaba que a la izquierda le gustaban las empresas estatales). Recurrir a esta figura legal, más el descuento de la cuota como responsabilidad del empleador, son medidas de relativo consenso que buscan la restitución de los fondos, algo natural en un crédito. Para hacer un verdadero aporte, la oposición tiene la responsabilidad de enfocar sus prioridades a aspectos más de fondo, que contribuyan a una mejor política pública.

No tiene sentido que el nuevo crédito intente igualar condiciones con la gratuidad buscando estratagemas para prohibir el copago. ¿Si la gratuidad “llegó para quedarse”, qué sentido puede tener competirle?

¿Cuáles son los verdaderos problemas de este proyecto? En primer lugar, con el loable propósito de disminuir la restricción económica de los estudiantes al momento de elegir universidad, el proyecto prohíbe a las instituciones cobrar la diferencia entre el monto que financia el fisco (que es mayor que el arancel regulado) y el valor real del arancel a los estudiantes del 60% más vulnerable al momento de estudiar. Si bien las instituciones pueden dar becas internas o entregar créditos internos, esto en la práctica es una forma indirecta de fijación de precios: las instituciones no son bancos, son cobradoras ineficientes y sin experiencia. Deberán asumir la pérdida, ajustando a la baja su proyecto educativo a lo que pueda financiar con el valor que entrega el Estado, disminuyendo así la diversidad del sistema y, finalmente, poniendo un techo a su calidad. ¿Le suena conocido? Sí, es la misma lógica de la gratuidad. El error aquí es político: no tiene sentido que el nuevo crédito intente igualar condiciones con la gratuidad buscando estratagemas para prohibir el copago. Este gobierno se ha comprometido con la consolidación y la expansión de la política de gratuidad de la ex Presidenta Bachelet. ¿Si la gratuidad “llegó para quedarse”, qué sentido puede tener competirle?

En segundo lugar, un aspecto positivo del nuevo crédito es que, al financiar por encima del arancel regulado según la calidad de la institución y la diversidad socioeconómica de los estudiantes, reconoce el derecho de las instituciones a enriquecer su proyecto en calidad y diversidad por encima de lo que el Estado está dispuesto a pagar. Pero hay un riesgo de que esto funcione como un “regalo griego”: para evitar una supuesta inflación de precios, se dispone que la institución garantice el 50% de lo que el Estado financie por sobre el arancel regulado durante todo el plazo de restitución. Esto quiere decir que, durante al menos 15 años, la Tesorería podrá exigir a la institución esos recursos de vuelta en cualquier momento si alguno de los estudiantes deja de pagar por apenas cuatro meses. En términos financieros, esto es un costo y un riesgo muy significativo para las instituciones. Nuevamente el incentivo será ajustarse al valor regulado, con las consecuencias en calidad y diversidad que conocemos, y que ya se están observando en las instituciones gratuitas. Este aumento del financiamiento fiscal para promover la calidad y la diversidad puede terminar en exactamente lo contrario.

Todo será mucho más fácil si el gobierno renuncia a equiparar este crédito con la gratuidad, algo que deja en evidencia cuando beneficia a los estudiantes a costa de la calidad del sistema.

Todos estos aspectos son posibles de corregir. La opción más probable es que se opte por complementar con becas de arancel algo más masivas o por aumentar significativamente los aranceles regulados, dos estrategias que reducen la diferencia entre el subsidio y el arancel real. En ambos casos, sin embargo, implica un incremento el gasto público aún más alto que el que el proyecto ya contempla. En cualquier caso, todo será mucho más fácil si el gobierno renuncia a equiparar este crédito con la gratuidad, algo que deja en evidencia cuando beneficia a los estudiantes a costa de la calidad del sistema. Parte de lo que “Chile ya decidió” -como dice parte de la oposición majaderamente- es lo siguiente: existen en el país instituciones gratuitas e instituciones pagadas. Si bien debe haber ayudas disponibles para todos, no hay para qué hacerlas iguales. En su lugar, se debe potenciar lo que es particular y positivo de los créditos: libertad, autonomía y diversidad del sistema de educación superior.

Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar

 

FOTO :PABLO OVALLE ISASMENDI /AGENCIAUNO