Un rechazo transversal ha provocado el anuncio y presentación de una nueva reforma del gobierno, esta vez en materia de educación superior. Luego de varios borradores, filtraciones de Power Point, conversaciones ad hoc con rectores y estudiantes, el gobierno ingresó su proyecto de ley ante el Congreso Nacional, el que fue anunciado en cadena nacional por la Presidenta de la República el domingo 3 de julio en la noche.

El anuncio rápidamente generó un doble consenso.

El primer acuerdo es que todos coinciden en que es un mal proyecto.

Los rectores de universidades estatales critican que se sigan destinando recursos a instituciones privadas; los rectores del G9 -que agrupa a las universidades privadas tradicionales- acusan que se discriminará injustamente a sus instituciones y, por ende, a sus alumnos. Los representantes de la educación superior técnica señalan que ese tipo de enseñanza es mirada en menos y tratada peyorativamente, sin considerar además que el proyecto de ley no destina recursos adicionales para expandir la gratuidad a los alumnos vulnerables que allí estudian.

Los estudiantes salieron a marchar ayer sin autorización por las calles de Santiago y exigieron la renuncia de la ministra de Educación, Adriana Delpiano. El oficialismo, por su parte, se encuentra dividido, pues sabe lo complejo que es tramitar un proyecto así ad portas de los comicios municipales este año y las elecciones presidenciales y parlamentarias del 2017.

Desde la oposición, hemos criticado con fuerza el contenido de las propuestas del gobierno en estas materias. El lunes 4 anunciamos desde la comisión de educación de ChileVamos que evaluaremos el proyecto según siete parámetros: calidad, autonomía de las instituciones, diversidad de proyectos, justicia y no discriminación –tanto a las instituciones como a los estudiantes chilenos–, una verdadera valoración de la educación técnica profesional y el fomento de una formación continua. A simple vista, da la impresión que el proyecto de ley no aprobará ninguno de estos indicadores.

Un segundo consenso que ha generado el proyecto es la convicción de que no mejora la calidad de la educación superior ni tampoco la situación del financiamiento estudiantil.

Durante la cadena nacional, los funcionarios del gobierno impulsaron en redes sociales el hashtag “Calidad y Gratuidad”. Propuesta vacía y sin sentido, por cuanto el proyecto no contribuye a ninguna de las dos cosas.

No trata la calidad, sino que nuevamente concentra los esfuerzos del Estado en la regulación de las instituciones de enseñanza, pretendiendo –una vez más– acrecentar la intervención gubernamental. Nada de esto contribuye a tener mejores universidades o centros de formación técnica.

El proyecto de ley concentra la ayuda de toda la sociedad en las universidades estatales, desmejorando la situación de las instituciones privadas, muchas de las cuales cuentan con estándares de calidad ciertamente superiores a las de las universidades estatales.  En otras palabras, el gobierno vuelve a distinguir entre estudiantes de primera y de segunda categoría. Siendo, para ellos, más valioso y justo apoyar a los estudiantes de instituciones estatales, por sobre los que libremente elijan universidades privadas.

Es un estatismo trasnochado que choca directamente con el muro de la realidad. En la actualidad, quince universidades chilenas se encuentran dentro de las 100 mejores de América Latina según el ranking QS. De ellas diez son instituciones privadas –dentro y fuera del CRUCH- y solo cinco dependen del Estado. Puestas a elegir, las personas libremente han escogido proyectos educativos diversos que representan el pluralismo existente en nuestro país. Al mismo tiempo, los estudiantes más vulnerables de la nación se distribuyen a lo largo de todo el sistema educativo: en universidades estatales, privadas y mayoritariamente en institutos profesionales y centros de formación técnica.

Peor aún es el vergonzoso trato que ha tenido la promesa de gratuidad.

Cuando la Presidenta Bachelet aterrizó desde Nueva York señaló que sería injusto que el país pagara los estudios de su hija universitaria, porque ella como madre podía pagarlos. A los pocos días, con el fin de ganarse el aplauso del movimiento estudiantil, cambió públicamente de opinión y suscribió la tesis de los derechos sociales. Durante la campaña prometió en su programa que se alcanzaría un 70% de gratuidad durante su gobierno, bastando que las instituciones estuvieran acreditadas. En el mismo programa no hubo referencia alguna a la fórmula discriminadora que se utilizó para financiar al 50% de los estudiantes (excluyendo a estudiantes de universidades privadas y CFT e IP). El gobierno fue incapaz de aprobar una ley de financiamiento estudiantil y tuvo que recurrir a una endeble glosa presupuestaria.

En el marco de la actual reforma, la ministra de Educación reconoció que no sabe el costo total de la gratuidad universal. Le creemos. Lo único que sabría es que no se alcanzará en este gobierno ni tampoco en el próximo. La única manera de obtenerla sería con una mejora sustantiva de la situación económica nacional para la próxima década, lo que en la práctica significaría que no haya un gobierno socialista. Esto nos lleva a preguntarnos si la actual reforma es simplemente una muestra más de la falta de prolijidad del gobierno o si lisa y llanamente mintieron a los ciudadanos con una promesa que sabían que no podían cumplir. En ambos casos, siguen jugando con los sueños de miles de jóvenes y familias chilenas, y ponen en serio riesgo su credibilidad.

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