La gauche-caviar de Manhattan fue inmortalizada por el extraordinario Tom Wolfe en un relato muy ácido, que apareció en el suplemento dominical del diario Herald Tribune el 25 de agosto de 1966. El texto es considerado en la actualidad una de las joyas del periodismo narrativo, pues retrata con maestría y mucho humor la aparente frivolidad e inconsecuencia de un grupo de artistas, líderes de opinión e intelectuales que promueve y apoya la lucha de clases y el accionar violento del grupo más radical de los años sesenta en Estados Unidos —los Panteras Negras— mientras disfruta de todos los placeres y lujos en la Meca del capitalismo.

En el reportaje, Wolfe describe el suntuoso banquete ofrecido por el director musical Leonard Bernstein a los líderes de los Panteras Negras, a quienes transmite un conmovedor y muy simple mensaje antibélico —“Yo amo”—, mientras transitan por el salón varios camareros con uniforme negro y delantales blancos, cargando bandejas de plata labrada con bocaditos de Roquefort rebozados con nuez molida y albondiguillas au Coq Hardi. El grupo de Panteras Negras era liderado por Robert Bay, quien acababa de salir de la cárcel por “facilitar actos criminales” y se aprestaba, en consecuencia, a olvidar sus malos ratos disfrutando la compañía de sus liberales amigos ricachones en el dúplex de 13 habitaciones que Lenny tenía en Park Avenue.

Es que Nueva York ha sido siempre la capital mundial de la izquierda exquisita. Y esto se debe, al menos en parte, a que la Gran Manzana alberga a miles de diplomáticos y funcionarios de todas las naciones que tienen allí sus respectivas sedes. Por ejemplo, allí realizaba sus juergas, hasta que fue detenido en un lujoso hotel, el ex director del FMI, el muy refinado socialista francés Dominique Strauss-Kahn, quien gracias a su muy bien remunerado cargo (ganaba 22 millones de pesos al mes, sin contar los muchos otros beneficios asociados al puesto) mantenía un tren de vida que ya se querría para sí el más ostentoso de los brokers de Wall Street: se movilizaba por Manhattan en un Porsche último modelo; tenía un departamento de 240 metros cuadados que costaba cinco millones de dólares en la Place des Vosges, la más cara de París, además de un palacete en Marrakech; vestía trajes de 30 mil dólares; brindaba con champagne importado de Bordeux y anotaba sus compromisos en su agenda de cuero Hermès. Y todo a cuenta del dinero público aportado por los contribuyentes de todo el mundo, incluidos los más necesitados.

Es que los altos funcionarios de la Cepal, la FAO, la Unicef y otros tantos organismos multilaterales, muy progresistas en su gran mayoría, nunca han tenido muchos problemas con ese tipo de flagrantes contradicciones: en la cena de gala de la cumbre contra el hambre del G-8 que se celebró en el hotel Windsor de la isla japonesa de Hokkaido en 2008, se sirvieron 19 platos regados con seis variedades de mostos blancos y tintos, a 500 dólares la botella. Mientras tanto, según la prensa internacional que denunció el escándalo, unos 30 niños morían de hambre cada hora en algún punto del planeta.

Ese tipo de situaciones también fue denunciado por el periodista polaco Ryszard Kapuściński en su libro Ébano, donde escribe contra la multitudinaria congregación de altos funcionarios, asesores y comisionados muy comprometidos en favor de la paz y la eliminación del hambre, pero incapaces de renunciar a sus limosinas con chofer, personal de servicio y hoteles cinco estrellas. Gracias a esa despilfarradora burocracia internacional, según Kapuściński, sale mucho más caro darle un mísero plato de comida a un mendigo subsahariano que pagar una cena en el restaurante más lujoso de París. Claro, porque si al alimento hay que sumarle los gastos de personal, viáticos, transporte y gestión de las raciones, pues efectivamente sale mucho más caro recibir un puñado de maíz en un campamento de Sudán que cenar en el mejor comedor de Nueva York.

Strauss-Kahn decidió retirarse de la política volviendo a su querida Place des Vosges para seguir divagando sobre cómo reducir la desigualdad y la injusticia social. Otros deciden reflexionar sobre los mismos nobles ideales paseándose por el Central Park o desde un departamento con vista al río Hudson. Entre ellos, por cierto, están todos los exquisitos amigos de Leonard Bernstein y de otros tantos —y tantas, para seguir las recomendaciones del Sernam— radicales chic y representantes de la izquierda exquisita quienes, desde posiciones diplomáticas muy aventajadas, discuten y cavilan sobre las miserias de los menos afortunados.

 

Ricardo Leiva, doctor en Comunicación

 

 

 

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