El reciente estallido de una bomba en el Centro Comercial Andino, en el norte de Bogotá, donde murieron tres mujeres —incluyendo una ciudadana francesa— y otras nueve personas resultaron heridas, demuestra que la tan anhelada paz en Colombia sigue estando bajo ataque.

Hasta el momento, ningún grupo ha reivindicado la autoría del cobarde atentado, lo que abre un abanico de posibilidades, pensando en quiénes tienen los medios y los conocimientos para llevar adelante una acción de este tipo. Y sobre todo, para qué.

La primera apunta a las Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC), que este martes iniciaban la tercera y última fase de entrega de sus armas, tal como se estableció en el acuerdo de paz ratificado el año pasado y que puso término a medio siglo de violencia. De esta forma, inicia la última etapa del proceso para reconvertirse en un partido político, con intención de participar en las elecciones del próximo año.

En ese contexto, las FARC condenaron el atentado y exigieron al Estado colombiano una investigación profunda “para alcanzar una pronta y cumplida justicia a esta dolorosa tragedia que enluta a nuestro pueblo”.

Es sabido que a lo largo del proceso de negociaciones iniciado entre el Gobierno colombiano y las FARC en La Habana en 2012, hubo grupos disidentes al mando central de la guerrilla que rechazaron esta opción y se han negado hasta ahora a acatar los acuerdos vigentes. Por ejemplo, el llamado Frente 48 y la columna Teófilo Forero. En ambos casos, el mando central de las FARC les ha quitado todo tipo de apoyo y reconocimiento, dejándolos al alcance de las fuerzas militares colombianas. Un atentado como el ocurrido en Bogotá, de ser ellos los responsables, podría interpretarse como una muestra de fuerza ante el Gobierno y el mando guerrillero que ya no los protege.

Otra opción es el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla en importancia después de las FARC y que en febrero pasado inició su propio proceso de negociación con el Gobierno del Presidente Santos, bajo el auspicio de Ecuador. Este grupo también negó la autoría del ataque.

Sin embargo, durante las negociaciones en curso, el ELN no ha querido abandonar el uso de la violencia, como lo demostró el atentado del fin de semana en contra del oleoducto Caño Limón-Coveñas. Además, acaba de secuestrar a dos periodistas holandeses. ¿La razón? Presionar al Gobierno al mismo tiempo que negocia con él, para así intentar obtener mayores beneficios; una estrategia peligrosa y frágil, que podría conducir a un resultado adverso para el ELN si Santos decide poner término al diálogo y dejar las futuras acciones contra esta guerrilla en manos del ejército.

Una tercera posibilidad apunta a grupos de extrema derecha que buscan sabotear las conversaciones con una o ambas guerrillas, en un esfuerzo por mantener el status quo y justificar su propia existencia, como lo hicieron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en la década de 1990.

Tal como ocurrió en Italia con las Brigadas Rojas, en el Reino Unido con el IRA o en España con ETA, la desarticulación de grupos terroristas es un proceso complejo y muchas veces prolongado, que suele iniciarse tras el desgaste de este tipo de organizaciones producto de años de lucha contra el ejército y la policía. La pérdida de respaldo ciudadano, así como el agotamiento de los recursos económicos que les permitían operar, también son aspectos clave en el éxito de su desmantelamiento. Pero siempre se corre el peligro de que haya grupos menores que no deseen abandonar la vía armada y acaben descolgados de la “organización madre”.

En el caso de Colombia, el tema se vuelve aún más complejo al considerar que el Estado colombiano no ha estado luchando con grupos terroristas, sino con guerrillas con alto poder de fuego, miles de integrantes y que en el pasado tuvieron la capacidad de controlar extensas áreas geográficas.

Precisamente, es este momento de transición —entre el escenario de violencia abierta y la renuncia a las armas— el más complejo y delicado; el punto en el que todo el esfuerzo realizado puede naufragar. Por eso, ahora más que nunca, el Gobierno y la sociedad completa deben rechazar sin matices este tipo de violencia, aislando a los que buscan frenar los avances logrados. Sobre todo, cuando la paz parece estar tan cerca.

 

Alberto Rojas, director del Observatorio de Asuntos Internacionales de la Universidad Finis Terrae

 

 

FOTO: CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

 

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