Esta semana se publicó un estudio de la Universidad de Middlesex, en Reino Unido, indicando que en 40 años el peso promedio de las chilenas se ha incrementado en 8,5 kilos y el de los hombres en 9,4 kilos. Claramente, un problema de salud pública que no tiene nada de positivo.

Al ser un problema sanitario, sabemos que la responsabilidad del Estado se materializa en el Ministerio de Salud y, por ello, eroga recursos públicos para hacer frente al problema. Acá es donde aparece el dilema económico en su máxima expresión: problemas múltiples y recursos escasos.

Si revisamos la teoría económica, los impuestos cumplen con dos objetivos, uno recaudatorio y otro corrector de externalidades. En el primero, se sabe que el destino de esos recursos es financiar gasto social que, en el mejor de los escenarios, cumple con el principio de subsidiariedad, es decir, que el Estado hace todo aquello que los privados no queramos o no podamos hacer, como por ejemplo, la seguridad pública o financiar la salud de quienes más lo necesitan. En cuanto al segundo objetivo de los impuestos —corrector de externalidades—, consiste en usarlos para gravar acciones que generan algún daño a terceros, como puede ser el consumo de bienes que provoquen problemas de salud.

En este sentido, una de las propuestas que surgen del estudio mencionado es que se deberían aplicar impuestos adicionales por cada gramo de grasa saturada o de azúcar que tengan los alimentos, de manera que se inhiba su consumo y se generen recursos para que el Estado se haga cargo de los efectos que tiene en la población consumir productos altos en azúcar o grasa saturada.

Efectivamente, este tipo de medidas debería tener un efecto inhibidor del consumo y, de esa forma, ayudar a mitigar las externalidades negativas del aumento de peso y de todas las enfermedades asociadas a aquello, como la diabetes. Pero de la misma forma en que los impuestos inhiben consumo, los subsidios impulsan consumo de bienes y servicios que la sociedad define como positivos. En eso está el subsidio a la vivienda o subsidios de agua potable rural.

Como siempre, nuestros gobernantes tienen una tendencia a aplicar impuestos incluso a bienes que, como sociedad, queremos que se consuman. Tal es el caso de los catalizadores en los vehículos, donde su peor expresión tributaria está en el “impuesto verde” que se aplica a los autos nuevos con convertidor catalítico, o sea por nuevos contaminan poco, y con convertidor aun menos.

En fin, tiene sentido aplicar impuestos a externalidades negativas como los componentes de un alimento que eleva el nivel de grasa y/o azúcar. Esto debería impulsar la innovación en el proceso productivo para que, con menos ingredientes dañinos, se evite el impuesto que encarece el consumo y lo inhibe.

 

William Díaz, economista

 

 

FOTO: FRANCISCO CASTILLO D./AGENCIAUNO

 

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