En una columna de opinión publicada en este mismo medio, Claudio Alvarado, director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES Chile), arremete confusamente contra una ensalada de cosas distintas: Felipe Kast, el proyecto de ley de identidad de género, el liberalismo, etc.

En primer lugar, afirma que las identidades trans en los niños serían reversibles en un 80% de los casos. Pero, pese a que refiere (vía link) a alguna que otra fuente, no se da el trabajo de preguntarse por la calidad metodológica de dichos “estudios”. ¿Sabrá Alvarado que ellos han sido profundamente cuestionados por meter en un mismo saco a niños trans con niños homosexuales y, además, con niños con disconformidad de género, es decir, que expresan lo que vulgarmente se llama “confusión de roles”? ¿Sabrá, asimismo, que el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), en su versión IV del año 1994, a partir del cual se basan esos estudios, establece cinco criterios de diagnósticos, uno de los cuales solamente se refiere al “deseo repetido […] de ser del otro sexo”, mientras que el resto da cuenta de acciones asociadas a roles de género? ¿Habrá advertido, en otras palabras, que el “diagnóstico” a partir del cual se configura el universo de esos estudios no contiene, desde un inicio, a niños necesariamente trans, o que expresan abiertamente el deseo de pertenecer al otro sexo? ¿Se habrá, por último, enterado que, en el caso de los adolescentes, el universo estudiado sí comienza con un claro diagnóstico de transexualidad, puesto que se basan en la administración, desde los 14 años de edad, de terapias de reemplazo hormonal de acuerdo a los estándares de salud trans-específica?

En segundo término, Alvarado repite el manido argumento de los supuestos “daños” que, contra terceros, produciría el proyecto de ley de identidad de género, en caso de ser promulgado. Señala el autor: “En la medida que la ley hace superfluo el sexo biológico, quienes coinciden con esta particular acepción de la identidad de género suelen encontrar aquí un apoyo estatal para imponer unilateralmente sus pretensiones”. Bajo esta misma premisa, ¿no podría incluso justificarse la prohibición del divorcio vincular —como, de hecho, lo hicieron otrora los conservadores en Chile— bajo el pretexto de que los hijos o la familia en su conjunto pueden verse afectados?

Además, resulta curioso que Alvarado califique a las identidades trans como una “particular concepción de la identidad de género”, dando así a entender que ellas no deberían ser reconocidas por el Estado, como sí deberían serlo las identidades cisgénero (o no trans). ¿Por qué el reconocimiento estatal de una determinada visión de la sexualidad humana —esencialista y procreacionista, y que considera como “desviaciones” a la homosexualidad y la transexualidad— no constituiría, del mismo modo, una imposición unilateral de las pretensiones de los conservadores en contra de las sexualidades alternativas? ¿Acaso la búsqueda de reconocimiento de estas sexualidades se hace por la vía de la exclusión de los derechos de las personas heterosexuales y no trans? No, justamente la “pretensión” de reconocimiento de las familias homoparentales o de la identidad de género de las personas trans apunta a incluir, en igualdad de derechos, a comunidades de personas histórica e injustamente discriminadas. ¿Puede Alvarado seriamente seguir defendiendo la discriminación estructural —a partir del aparato coercitivo del Estado— de las personas de la diversidad sexual? Creo, poniéndome en sus zapatos, que esto resulta muy difícil, pero sería interesante leer su respuesta a ésta y otras preguntas que le planteo en esta columna.

Por otra parte, Alvarado formula un curioso argumento de corte corporativista, que a estas alturas de la historia podría haberse creído superado. Sostiene él que los fines institucionales comunitarios estarían por encima de los fines individuales. Y agrega que la primacía de las personas, y de sus fines propios, afectaría la existencia de “idearios sociales robustos”, pero sin explicar claramente cuáles serían éstos y quién los decretaría para el resto. ¿Por qué la existencia de un orden social que garantice que los fines propios de los individuos sean (al mismo tiempo) supremos, sin que deban subordinarse a supuestos fines colectivos, afectaría el desarrollo de una sociedad basada en la convivencia, cooperación, asociatividad, etc.? ¿Por qué, dicho de otro modo, los fines individuales no podrían dar lugar a fines comunitarios a partir, precisamente, de la cooperación que esos fines generan en el mercado y en asociaciones sin fines de lucro? ¿Por qué, en fin, los fines de los individuos deberían verse cercenados o severamente restringidos por la existencia de supuestos fines “comunitarios”, reconocidos por el Estado como oficiales?

Por último, y en el marco de su crítica al proyecto político de Felipe Kast (Evópoli), Alvarado demuestra, una vez más —en la persistente línea de su centro de estudios— entender escasamente los fundamentos del liberalismo. A diferencia de lo que él señala en términos caricaturescos, la “óptica liberal” no supone la constatación de “intereses individuales” para crear instituciones o ampliar la intervención del Estado. Es precisamente todo lo contrario: implica defender un orden social —que Hayek calificaba de espontáneo— en el que las personas puedan perseguir sus propios fines, sin que el Estado les imponga un fin moral colectivo, al que deban someterse. Este orden, aunque no implica en sí la ausencia de normas jurídicas o de instituciones estatales, se basa en la idea de que las personas tienen derecho a buscar su propio destino y que, además, cuando lo hacen, tienden a cooperar pacíficamente en la consecución de fines comunes. Pero, a diferencia de la visión que Alvarado, no se trata aquí de una suerte de neo-corporativismo, sino simplemente del ejercicio de la libertad de asociación y de la cooperación voluntaria que, por ejemplo, se da a través del mercado o de organizaciones de ayuda social. Y lo más importante es que, ahora con Kant, las personas puedan ser consideradas como fines en sí mismos y no como meros medios, que es lo que se deprende de visiones corporativistas o estatistas.

¿Por qué Alvarado piensa que el liberalismo que promueve Felipe Kast apuntaría a aumentar las regulaciones legales y el aparato del Estado? ¿Sabrá mi contraparte que no toda legislación es necesariamente coactiva y que, de hecho, en el caso de los proyectos de ley de matrimonio igualitario y de identidad de género, a lo que se apunta es a reconocer la libertad sexual de las personas y, a partir de ello, a darles los mismos derechos que las personas heterosexuales y no trans?

Invito a Claudio Alvarado a reconocer abiertamente que, además de efectuar una muy curiosa interpretación del liberalismo (incluyendo aquel promovido por Felipe Kast), su postura apunta a fundar una sociedad corporativista y estatista en materia sexual, lo que no se condice con la idea de una sociedad abierta y republicana. Tampoco, dicho sea de paso, con la modernidad, surgida en el siglo XVI y especialmente en las revoluciones liberales de los tres siglos siguientes. No se ve por dónde, al menos para el caso de las personas de la diversidad sexual, Alvarado valora los principios de libertad individual y de igualdad ante la ley. Ojalá pueda en el futuro dar cuenta de sus ideas de manera algo más fundada de lo que, hasta ahora, lo ha hecho en torno a cuestiones asociadas a la diversidad sexual.

 

Valentina Verbal, historiadora, consejera de Horizontal

 

 

FOTO: PABLO OVALLEISASMENDI/AGENCIAUNO

 

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