Chile, con su mítica revolución socialista “con olor a vino y empanada”, su izquierda martirizada en el patíbulo de la dictadura, su democracia recuperada pacíficamente en las urnas y su posterior despegue económico de raíz liberal, ha sido un incordio ideológico para el chavismo desde que llegó al poder en Venezuela hace 15 años.

Visto a través del prisma maniqueo del Estado bolivariano, nuestro país no hace sentido, a menos que se acepte que la convivencia democrática de los últimos 25 años es sólo una fachada detrás de la cual bullen furiosamente, pero con notable discreción, los mismos odios que llevaron al quiebre de 1973 y al drama que vino inmediatamente después. Este es el país de Allende y Pinochet, recuerdan con insistencia los chavistas, y no creen ni por un minuto que los chilenos podamos ser otra cosa que allendistas o pinochetistas, vale decir, demócratas o golpistas, socialistas o fascistas, héroes o villanos (algunos acá parecen pensar lo mismo). Tal como los venezolanos, siguiendo la lógica de sus gobernantes, sólo pueden ser amigos de la revolución o enemigos de la patria.

De ahí que al Palacio de Miraflores deben resultarle más digeribles las críticas de un político de derecha como el ex Presidente Piñera —supuestamente aliado de la “ultraderecha” venezolana, el imperialismo norteamericano y el narcotráfico colombiano, además de vástago del pinochetismo, todo en uno—, que los reclamos de personalidades ex concertacionistas como las que esta semana entregaron una carta al embajador de Caracas en Santiago pidiendo la liberación del opositor Leopoldo López, a quien consideran un preso político. Vengan de donde vengan los cuestionamientos, sin embargo, el gobierno bolivariano entrega las mismas respuestas: si no son intromisiones en sus asuntos internos, son intentos de desestabilización; y si no esconden planes magnicidas, ocultan conspiraciones golpistas.

Según el libreto escrito por Hugo Chávez, toda oposición es sediciosa y toda crítica es espuria. No importa lo que digan la OEA, la ONU, Transparencia Internacional, Human Rights Watch, la Sociedad Iberoamericana de Prensa, la Iglesia venezolana, el Parlamento Europeo y tantos otros, ya que cualquier cuestionamiento al gobierno se interpreta como parte de una campaña de sabotaje.

Lo preocupante es que sucesivos ocupantes de La Moneda han dado la impresión de compartir el maniqueísmo bolivariano, mostrando una alta tolerancia ante acciones que en otros contextos habrían estimado alarmantes, cuando no repudiables, desde el acoso a los medios de comunicación a la desembozada intervención electoral del Ejecutivo, desde la durísima represión de las protestas estudiantiles al ostracismo político de la oposición, desde la legislación vía decretos presidenciales a las expropiaciones por razones políticas, desde el cerco judicial contra los detractores del chavismo a la negativa a aceptar inspectores internacionales de DDHH.

El actual Gobierno y buena parte de su coalición, sin ir más lejos, validaron por completo la tesis de que las protestas del año pasado eran el preludio de un golpe de Estado en contra de Nicolás Maduro y no la reacción ciudadana ante el creciente cúmulo de problemas de toda índole que aquejan a Venezuela. Ello, pese a que los registros de la violenta represión dejaban muy claro quiénes trataban de ejercer el legítimo derecho a la protesta y quiénes buscaban impedirlo a toda costa.

Resulta alentador, por ende, y coherente con sus convicciones democráticas, que más actores políticos chilenos —especialmente en la centroizquierda— se sumen al coro internacional que pide cambios en Venezuela, por el bien de su democracia. Con todo, la repercusión de sus intervenciones seguirá siendo escasa mientras el chavismo pueda presentarlas, y descartarlas, como la crítica aislada de figuras que tienen agenda propia y no representan la postura oficial de Chile.

Esto último es lamentable, pues la reticencia prudente a interferir en los asuntos de un vecino puede derivar, si no lo ha hecho todavía, en la indeseable práctica de callar por (dudosa) conveniencia lo que habría que condenar por principios y visión de largo plazo. Aunque es cierto que no está en el interés de Chile intervenir en la política venezolana, tampoco lo está cerrar los ojos a la evidencia ni hacer oídos sordos a un clamor justificado que va en aumento.

 

Marcel Oppliger, Periodista y autor del libro «La revolución fallida: Un viaje a la Venezuela de Hugo Chávez».

 

 

FOTO:DAVID CORTES SEREY/AGENCIAUNO.

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